Nadie sensato podría negar las habilidades políticas de Andrés Manuel López Obrador. Desde el comienzo de su carrera ha aprovechado hasta la última gota de las oportunidades que se le han presentado y ha sabido cambiar de bando y discurso cada vez que ha sido conveniente para acrecentar su poder. Empezó su carrera defendiendo la raigambre revolucionaria del PRI, hasta que rompió con Enrique González Pedrero. Se afilió después al Frente Democrático Nacional de Cuauhtémoc Cárdenas en defensa de la pluralidad, hasta que le disputó al ingeniero el liderazgo del PRD. Y presidió y utilizó estas siglas, hasta que decidió abandonarlas para forjar su propia plataforma política. Negó a sus aliados, desconoció a sus amigos y traicionó su pasado cada vez que lo creyó necesario para escalar a la cumbre.

Supo leer, como ningún otro dirigente de oposición, el desencanto popular con el régimen de partidos que surgió de la transición a la democracia, a pesar de haber sido uno de sus protagonistas. Entendió que la clave para el ascenso no estaba en la propuesta ni en los consensos sino en el rechazo y en el antagonismo. Primero abandonó al PRI donde se forjó y luego le dio la espalda a la pluralidad democrática, exacerbando el desencanto y el resentimiento que se habían incubado por los abusos que cometieron los líderes de la transición. El motor de su éxito no fue la consolidación de un régimen democrático nuevo sino su destrucción, con el aplauso y el respaldo de las frustraciones populares acumuladas. En el 2018, ganó abrumadoramente por el rechazo masivo a la partidocracia que venía gobernando el país. Fue el líder de una rebelión electoral movida por el desencanto con la clase política.

Mantener vigente ese discurso contestatario ha sido la clave de bóveda de este sexenio. Contra toda lógica, ha sabido eludir sus responsabilidades como jefe de Estado para investirse a sí mismo como el prócer de una transformación que ha optado por la denuncia. El presidente no es culpable de nada: los problemas que agobian a México obedecen a los intereses que combate su movimiento y, en consecuencia, su deber principal es derribar el edificio completo de los grupos, las normas y las instituciones que se construyeron en el pasado. Así construyó su carrera y así ha gobernado.

Y hoy ya estamos exactamente en el lugar que él quería, atrapados por la polarización, con una mayoría popular que desconfía de la democracia, con millones de personas agradecidas porque reciben algo de dinero para paliar su pobreza y con instituciones políticas rotas o vulneradas: el escenario perfecto para cerrar este periodo con el mayor encono posible, con un aparato político bien aceitado con pequeños poderes, con el respaldo leal de las élites militares —a las que ha empoderado como ningún otro presidente— y con la simpatía soterrada de los grupos más violentos de la sociedad. Nada es casualidad, pues el final del sexenio fue diseñado para librar la batalla definitiva.

El ridículo que está haciendo el INE, la ambigüedad calculada del Tribunal Electoral, la ofensiva contra los demás poderes autónomos del Estado, la violación cotidiana de las normas que limitan las atribuciones presidenciales, el desdén por la prensa, la academia, la sociedad civil o las organizaciones internacionales, etcétera, forman parte de la misma estrategia diseñada para exacerbar la ruptura que vendrá el año próximo. El presidente y los suyos han seguido un guion impecable para quebrar todas las reglas y están teniendo éxito.

Se equivocan mucho quienes siguen afirmando que el final del sexenio será terso y civilizado y que habrá una transición apacible, cualquiera que sea el resultado. El gobierno de México no aceptará nada que no sea la culminación de la obra de Andrés Manuel.

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