Detrás de buena parte de las decisiones que ha ido tomando la nueva clase gobernante hay un argumento de autoridad magister dixit, según el cual, ellos, los partidarios de Morena son éticamente superiores a cualquier otro grupo político identificable. En los argumentos de autoridad, como se sabe, no importa tanto lo que se afirma cuanto quién lo hace, de modo que no es indispensable justificar las decisiones por sus méritos sino en función del valor intrínseco de quien las toma. Ese argumento ha blindado al proyecto político hegemónico de cualquier comparación con el pasado que, desde ese mirador, está moralmente derrotado.
Por eso es inútil insistir en que la elección de Rosario Piedra Ibarra como presidente de la CNDH, hubiese sido inaceptable para los partidarios de Morena (como lo sería para cualquier demócrata), en otro momento de la historia reciente del país. Jamás hubiesen aceptado que una militante y excandidata del partido gobernante fuera presentada como idónea para un cargo que reclama independencia, pese a su evidente cercanía política con el titular del Poder Ejecutivo. No hubieran tolerado que el presidente defendiera esa candidatura abiertamente, induciendo a sus copartidarios del Senado el sentido de su voto. No hubieran aprobado que una mayoría simple en el Senado alterara las reglas de la votación sin modificar las ternas, como lo ordena la ley, para darse el tiempo necesario hasta alcanzar una dudosa mayoría calificada. Ni, mucho menos, hubiesen aceptado la lectura laxa de un mandato constitucional explícito para justificar el recuento más propicio de los votos emitidos por los senadores.
El apartado B del Artículo 102 de la Constitución no deja ningún lugar a dudas. Dice que la persona titular de la CNDH será elegida: “por el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes de la Cámara de Senadores”. No dice de los votos emitidos en cualquier sentido, sino de los miembros presentes en la Cámara y nadie ha negado que, en el varias veces prorrogado día de la elección, había más senadores presentes de los que se contaron y que, por lo tanto, el número de votos emitidos a favor de la respetable hija de la emblemática Rosario Ibarra de Piedra era insuficiente para su designación. En cualquier otro momento del pasado, estos hechos habrían provocado el rechazo frontal del líder de la oposición y la indignación de la izquierda mexicana, agraviada una y otra vez por la mecánica del fraude y por las chicanadas del grupo en el poder.
Pero ya no, porque esta vez hay un argumento de autoridad que justifica todos estos actos: “no somos los mismos; no somos iguales”. Si ha de imponerse a la nueva titular de la CNDH porque así conviene al Poder Ejecutivo, es porque ese argumento de superioridad moral se impone sobre toda crítica. El fin justifica los medios: para limpiar la casa de corruptos y renovar a las instituciones capturadas por los conservadores, es preciso ir designando en cada cargo a las personas adecuadas, con la más absoluta certeza de que serán realmente autónomas y no actuarán igual que sus predecesores: no serán alcahuetes del poder, aunque para alcanzar ese propósito se hayan roto los protocolos que obligaban al Senado a actuar de otra manera.
El argumento de autoridad no sólo elimina las contradicciones sino que abre un horizonte diferente: como las cosas ya cambiaron, somos los demás quienes debemos ubicarnos en las nuevas circunstancias. Quien reclame que se sigan los procedimientos señalados en la Carta constitucional estará actuando en contra de la transformación en curso, cuya impronta presidencial es suficiente para justificar las decisiones. “Haiga sido como haiga sido”, nadie ha de poner en duda que el Senado actuó correctamente y que la nueva titular de la CNDH es legítima.
Investigador del CIDE