Tres conjuntos de indicadores recientes bastarían para apelar a la sensatez y recuperar la capacidad de diálogo, basada en la buena fe y en la acción colectiva, para enfrentar los problemas que nos agobian. Empero, el presidente de la República no sólo ha optado por la descalificación de esas cifras sino que todos los días incrementa el tono belicoso de sus palabras, mientras sus partidarios amplifican el único argumento que esgrimen: que todo lo malo es o fue culpa de otros y, en consecuencia, hay que destruirlos.
Sin embargo, los problemas son tercos: entre 2018 y 2020, el número de personas en situación de pobreza aumentó de 41.9 a 43.9 por ciento; la pobreza extrema pasó de 7 a 8.5 por ciento y la población vulnerable por ingresos creció de 8 a 8.9 por ciento (Coneval, Medición de Pobreza, 2020). De otra parte, en el informe más reciente del World Justice Project sobre la calidad del Estado de derecho en el mundo, la corrupción que padece México aparece en el lugar 135 de 139 países —comparados sobre la base de los mismos indicadores y la misma metodología—, sólo por arriba de Uganda, Camerún, Camboya y el Congo. Y en el recién publicado índice global sobre Mujeres, Paz y Seguridad 2021/22 (publicado por la Universidad de Georgetown y el Instituto de la Paz de Oslo), se prueba que el año pasado “más del 60 por ciento de las muertes violentas (de mujeres en el mundo) ocurrieron en cuatro países: Afganistán (20,836), México (16,385), Azerbaiyán (7,621) y Siria (5,583)”. Es decir, México sigue siendo uno de los países más desiguales del mundo, es el quinto más corrupto del planeta y es el país más violento para las mujeres, después de Afganistán.
El solo hecho de escribir estos datos da miedo, no sólo por la realidad brutal que describen —y que atestiguamos y padecemos todos los días— sino porque ya sabemos que la mecánica del régimen consiste en ignorar el mensaje y en hacer pedazos al mensajero. Sin embargo, son ciertos: México es más desigual, más violento y más corrupto que hace tres años, cuando votamos por erradicar esos males. Y con todo respeto, acallarlos a gritos no ayudará a resolverlos.
En las decisiones del presidente hay tres errores fundamentales que parten de la misma raíz: somos más desiguales porque se ha creído que repartir dinero equivale a garantizar derechos fundamentales, como si éstos se compraran en la tiendita; hay más corrupción, porque el titular del Ejecutivo insiste en confundir las causas con los efectos de ese fenómeno: cree que se trata de una lucha entre buenos y malos y que denunciar corruptos es suficiente; y hay más violencia, porque los grupos criminales siguen creciendo en estados y municipios mientras el gobierno federal concentra todas las baterías, desmantela a las policías y colma a las fuerzas armadas de más facultades. La raíz, repito, es la misma: la creencia sincera en que el único ser humano capaz de afrontar esos problemas es el señor presidente, sin más intermediarios que quienes deben obedecerlo.
Entretanto, a esos desafíos cada vez más amenazantes se suma el encono político. Así que en vez de discutir franca y abiertamente qué opciones tendríamos para erradicar la pobreza y afirmar los derechos de los grupos más vulnerables, para desbloquear los sistemas diseñados para combatir a la corrupción y para sumarnos a la construcción nacional de una cultura de paz, nos distraemos con los nuevos epítetos lanzados todos los días en las mañaneras y vamos a preguntarnos, en marzo, si el presidente debe seguir gobernando.
Ya sé (lo he escuchado mil veces): estamos atravesando por la cuarta transformación de la historia de México y las grandes revoluciones deben pagar su costo antes de alumbrar una nueva época. Si de eso se trataba, vamos muy bien.