Entre los debates más relevantes del Foro Económico de Davos 2020, ha estado el problema de la medición de la economía y sus implicaciones. En una nuez, el tema de fondo es que el Producto Interno Bruto (PIB), que ha sido el instrumento privilegiado para comparar el éxito o el fracaso económico entre países, finalmente se ha llevado al paredón de los grandes organismos internacionales, con la OCDE a la cabeza. El consenso que se ha ido formando es que poner la producción y el intercambio de mercancías como la medida de todas las cosas es cada vez más impropio para tomar decisiones inteligentes.
La metodología del PIB se impuso después de la gran depresión de 1929, mientras que las nuevas propuestas de medición emergieron con la crisis financiera de 2008. Gracias al respaldo de expertos como Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean Paul Fitoussi, el gobierno francés le puso el primer cascabel al gato con el informe de la comisión formada por ese grupo magnífico al final de aquel 2008, en busca de una salida para afrontar el problema económico que abatía al mundo. En 2011, la OCDE hizo suyas las conclusiones de aquel informe y propuso la iniciativa para Una Vida Mejor que, afortunadamente, hoy vuelve a cobrar fuerza entre el club hermético de los grandes tecnócratas.
La idea que va prosperando no puede ser más sencilla ni más pertinente: que en lugar de medir la generación y la acumulación de dinero se mida la calidad de vida. Sin despreciar el ingreso ni el empleo, lo que están pidiendo los especialistas es que se añadan las variables que atañen a las personas: la vivienda, el entorno de la comunidad, la calidad de la educación, el medio ambiente, el compromiso cívico, la salud, la satisfacción ante la vida, la seguridad, el balance entre vida y trabajo, así como dos dimensiones transversales: la sostenibilidad y las desigualdades que están amenazando la viabilidad del mundo futuro y desafiando la democracia presente.
Se trata de uno de los debates más importantes de nuestra época, porque si evaluar es comparar sobre la base de un parámetro razonable, la sola existencia de esos índices basados en la calidad de vida de los seres humanos puede modificar la forma en que nos hemos relacionado hasta ahora. Si solo se mide el dinero y el éxito comercial, la obsesión será producirlo, acumularlo y acapararlo a cualquier costo; mientras que si se evalúan las condiciones en las que realmente vive la gente, la prioridad estará en las personas y de paso, ya nadie pondrá en duda que la igualdad y el bienestar colectivo importan más que la riqueza total; ni que el ambiente protegido y socialmente armonioso importa más que la producción obsesiva.
Sin embargo, entre las nuevas mediciones y sus consecuencias todavía media un buen trecho y varias lecciones que están lejos de haberse aprendido a cabalidad. Enuncio tres: 1) que la calidad de vida en común no se mejora repartiendo dinero sino garantizando derechos universales e igualitarios; 2) que la garantía de los derechos no es un reparto de lo que haya y de lo que caiga, sino un compromiso sincero con la calidad de la educación, la mejor salud, el mejor ambiente, los entornos humanos y las mejores condiciones vitales; y 3) que ni los gobiernos son máquinas de reparto de presupuestos sino representantes de los mejores intereses del pueblo, ni las democracias son charcuterías que atienden a la clientela por turnos, sino regímenes que organizan la convivencia sobre la base de los derechos establecidos, la deliberación franca y la búsqueda de las mejores soluciones posibles a los problemas comunes.
Vieja sabiduría de la abuela: es mil veces mejor vivir para bien y de buenas que ser ricos a la mala y de malas. Que bueno que esas palabras resuenen ya, convertidas en jerga de expertos, allá en Davos.
Investigador del CIDE