Las escenas publicadas por todos los medios han sido terribles. Me retrajeron los peores recuerdos de tres momentos trágicos que viví en carne propia: una inundación, allá por los ochentas en Villahermosa, Tabasco, y dos de los terremotos que lastimaron a la Ciudad de México: el de 1985 y el de 2017. No se trata solamente de la devastación que acarrean esos fenómenos, sino de la revelación descarnada de nuestros errores acumulados y repetidos antes, durante y después.

La destrucción que hemos visto en Guerrero no puede ser atribuida solamente a la furia de la naturaleza. Sabemos que siempre habrá huracanes, inundaciones y terremotos y que algunos de esos episodios pueden ser muy violentos. Pero las ciudades crecen como si esos arrebatos de la tierra no fueran a suceder nunca. Los hoteles y los edificios de lujo que han copado la bahía de Acapulco invadieron impunemente las playas desde que el presidente Miguel Alemán supo que ese lugar podría convertirse en uno de los mejores destinos vacacionales del mundo. Desde entonces, también, fueron multiplicándose como hongos los barrios y las colonias que albergan a los trabajadores atraídos por el empleo que genera el turismo, sin planeación urbana, en calles y barrios improvisados con viviendas mal construidas. Ni unos ni otros debían existir así: ni los edificios lujosos pegados al mar (adueñándose de las playas) ni las casas y los barrios precarios que a duras penas se mantienen de pie, para proveer de mano de obra barata a hoteles, restoranes y comercios.

La mala mezcla de codicia y necesidad que describe el desarrollo urbano de eso que fue Acapulco (¿volverá a ser algún día?) es apenas un retrato de lo que sucede en todo el país. La devastación que sufrió la Ciudad de México en los dos terremotos —especialmente en el 85—, obedeció a esa misma combinación: la mayor parte de los edificios y de las casas que se derrumbaron no cumplían, desde que se hicieron, las normas básicas de construcción: no tenían buenos cimientos, tenían más pisos de los permitidos, no habían respetado la distancia entre un edificio y otro, sus muros, sus columnas y sus materiales eran de bajísima calidad y muchos se habían construido sobre terrenos riesgosos. Los que estaban bien hechos, resistieron. Y como siempre, las viviendas precarias que se fueron levantando por todas partes, se vinieron abajo. Y todavía en 2017, cerca de la mitad de las viviendas afectadas carecía de papeles que acreditaran su origen y su propiedad legal.

En el camino, el gobierno no solo extinguió el fondo para paliar desastres sino los órganos diseñados para crear una cultura mínima de protección civil y para regularizar el caótico crecimiento urbano. Nada de eso se ha considerado una prioridad nacional, ni antes ni ahora. Pese a que las tragedias se han repetido una y otra vez culpando impunemente a la naturaleza —¡qué fácil es decir que el huracán pasó de categoría 3 a 5 sin avisar!— la codicia y la necesidad siguen marcando el ritmo del crecimiento invasivo e irregular en las ciudades mexicanas: edificios monstruosos, centros comerciales absurdos, fraccionamientos que son hormigueros y casitas levantadas de cualquier modo y en cualquier sitio pululan en todos los paisajes urbanos de México. Nadie pone orden, nadie advierte los riesgos y nadie se ocupa de prevenir las tragedias.

Ante la reacción social nadie sabe qué hacer. A los políticos les encanta salir en la foto, caminando entre el lodo para salvar a la patria. Se adoran a sí mismos repartiendo el dinero que debió invertirse desde antes para evitar los desastres, porque eso produce clientelas electorales agradecidas. Y todos piden la intervención del Ejército para poner orden y levantar la basura, como mal presagio de nuestro destino.

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