Me dio gusto ver al presidente de regreso y me alegraría, sinceramente, que remonte con éxito las secuelas que suele dejar el virus. La noticia de su contagio no es trivial: las cifras oficiales nos dicen que hasta el sábado pasado han muerto, en México, 165,786 personas por Covid 19 y es bien sabido que este número no registra la totalidad de los fallecimientos; además, el riesgo es mucho mayor para quienes padecen de hipertensión arterial y han sufrido infartos y, obviamente, para quienes trabajan bajo condiciones de estrés constante. Es una magnífica noticia que, pese a todo, el jefe del Estado esté recobrando la salud.
Lamento mucho la reacción de quienes celebraron el contagio, y de quienes se han dolido por su inminente vuelta a la tarea de gobernar. Merecen el adjetivo que definió Carlo M. Cipolla: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio” (Las leyes fundamentales de la estupidez humana). Carentes de toda compasión y de empatía, quienes desearon la muerte de López Obrador mostraron, además, su incapacidad para entender la magnitud de la crisis que viviría el país ante la falta absoluta de su presidente. No me refiero a las cuestiones constitucionales sino al efecto que esa pérdida generaría en todos los ámbitos de nuestra convivencia. Y por eso es necesario confrontar a quienes juguetearon, estúpidamente, con la idea.
Al comenzar noviembre del 2019 hubo ya un aviso ominoso. Fue el mismo presidente quien, inopinadamente, envió un mensaje sabatino que decía: “¡Qué equivocados están los conservadores y sus halcones! Pudieron cometer la felonía de derrocar y asesinar a Madero porque este hombre bueno, Apóstol de la Democracia, no supo o las circunstancias no se lo permitieron, apoyarse en una base social que lo protegiera y lo respaldara. Ahora es distinto (…) la transformación que encabezo cuenta con el respaldo de una mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y de la paz, que no permitiría otro golpe de Estado en nuestro país”. Tres días más tarde, él mismo aclararía que lo escribió en respuesta al muy crítico discurso que pronunció el general Carlos Gaytán Ochoa, en un desayuno organizado por la Secretaría de la Defensa Nacional. Nunca supimos si ese mensaje del Ejecutivo fue justo o excesivo. Pero nos cortó el aliento durante setenta y dos horas.
Es verdad que quien ha alentado —y aun premiado— a quienes atizan la polarización política, la descalificación ad hominem y el discurso de odio, es el propio presidente López Obrador. Pero justamente por esa razón es irresponsable responder con igual o más encono. El mal no se combate con el mal, ni la violencia con más violencia. Para evitar que el país se desgaje entre dos bandos irreconciliables hay que pelear limpio. Quienes estamos en contra de la concentración abusiva del poder presidencial, de las decisiones que ha venido tomando para eternizar (como si se pudiera…) sus opiniones, sus pasiones y sus resentimientos personales y padecemos a sus energúmenos, necesitamos que el presidente esté de pie y que la batalla política suceda en buena lid.
El presidente López Obrador debe gobernar en plenitud de facultades hasta el 30 de septiembre del 2024, cuando concluya su periodo; ni un día más ni uno menos. Ninguna trampa, ninguna enfermedad y, mucho menos, ningún atentado debería acortar ese mandato democrático. Cuando llegue el día tendrá que rendir cuentas sobre los resultados del gobierno que encabeza, no con palabras ni con retrúecanos sino con hechos. Y la nación elegirá a otro/a presidente/a. Pero no antes ni de otro modo. Por eso, con franqueza, le deseo una larga vida a Andrés Manuel López Obrador.
Investigador de la Universidad de Guadalajara