Los atributos políticos del líder son innegables: es por encima de todo un gran comunicador político, ha dedicado su vida entera a construirse una imagen de luchador social, conoce bien los hilos que mueven la ambición de sus colegas y cuando actúa, no duda. Es un líder carismático y pragmático, envuelto en un aura de iconoclasta intransigente e invulnerable. Esos rasgos, empero, se han vuelto en contra de su propia obra porque ninguno de ellos es transferible: no hay clones de López Obrador.
No importa cuántos recursos y cuánto tiempo se dedique al espectáculo que ya empezó: ninguno de sus posibles sucesores heredará el carisma que envuelve al presidente, ni podrá repetir la hazaña del 2018. Por el contrario, la personalidad de cada uno pesará como losa a la hora de las comparaciones con el líder insustituible, por más que se esmeren en parecerse en todo al modelo original. En menos de una década —desde el 2014, cuando decidió crear su partido personal—, logró restaurar el mito de los grandes héroes nacionales que salvaron a la patria de sus desdichas, pero al mismo tiempo, despojó al país de la posibilidad de consolidar instituciones fuertes, libres y capaces de sobrevivir a la lucha inexorable del poder. Lo saben bien sus partidarios: nadie podrá superar a López Obrador.
Por eso me preocupa más el desparpajo con el que están desafiando a la precaria democracia mexicana, bajo el doble argumento de la aritmética política y del liderazgo incontestable del presidente: lo que está haciendo Morena es una campaña política para elegir a quien cargará con la imposible responsabilidad de suceder al líder único. No hay la más mínima duda de que se trata de una contienda electoral, cuyo propósito es elegir a la candidata a la Presidencia (lo escribo en femenino, porque es evidente que Claudia Sheinbaum es la favorita). Para lograr su cometido, el partido del presidente optó por romper todas las reglas: los plazos de las precampañas, los procedimientos de registro ante las autoridades electorales, los informes de gastos, las fuentes de financiamiento, el uso de recursos públicos, la propaganda abierta por candidatos que están buscando el voto. Todo esto es tan obvio que resulta inútil discutirlo.
Decidieron pasar por encima de sus adversarios y por encima de la ley, montados en la voluntad del líder y en su respaldo popular. Cuentan con la sumisión de las autoridades electorales que, para salvar la cara, han emitido medidas cautelares vergonzantes. Cómplices o asustadas por la fuerza de la realidad, aprobaron la legalidad del espectáculo evidente a cambio de que no se usen palabras que las comprometan: que no se hable de candidaturas, que no se ataque a los partidos, que no se mencionen las campañas, que no se pida el voto. Es decir, que simulen que no están haciendo lo que de hecho están haciendo para que el Consejo General del INE pueda decir que no lo hicieron.
Por cierto, escuché a varias consejeras de este nuevo INE decir que las reuniones entre el Consejo General y el presidente eran habituales y formaban parte de la rutina institucional. Es una mentira lamentable: al menos entre 1996 y 2003 —en el primer IFE autónomo— nunca nos reunimos con el presidente, ni fuimos a Los Pinos, ni discutimos la interpretación de la ley con el gobierno. La autonomía no se negocia. Hubo gestiones de oficio, como debía ser, entre funcionarios que resolvían problemas de organización puntuales. Pero no hubo reuniones ni con el presidente Zedillo ni con el presidente Fox con quien, además, las relaciones se tensaron por el caso conocido como “amigos de Fox”, que aquel IFE sancionó precisamente en esos años.
Hoy estamos viviendo otro momento: como jardín de niños, a la voz del líder, jugamos a las estatuas de marfil.
Investigador de la Universidad de Guadalajara.