Decía Rafael Segovia que cuando alguien no logra distinguir con nitidez la diferencia entre la izquierda y la derecha es porque se sitúa inequívocamente a la derecha. Y también lo es, añado por mi parte, quien sostiene que esas diferencias son inútiles para el mundo que vivimos en este nuevo siglo. No es cierto, pues los problemas que nos agobian pueden ser planteados y abordados de modos muy distintos dependiendo del mirador que cada uno adopte. Y eso incluye por supuesto al movimiento feminista.
El reclamo principal del movimiento es la igualdad, y su vehículo, la garantía de los derechos necesarios para afirmarla. Se trata de una revolución de las conciencias que está llamada a modificar la civilización vigente desde sus cimientos políticos, económicos y familiares: la distribución de roles en la economía y en la casa; en los espacios públicos y en los vínculos privados y por lo tanto, como lo diría Hannah Arendt, en el mundo de vida que nos entrelaza. Por definición, no es ni puede ser un movimiento político conservador, pues lo que quiere es transformar radicalmente el patriarcado y anular todas las diferencias de sexo y género; y tampoco puede ser de elites, porque esa mudanza exigirá modificar las relaciones sociales desde abajo y desde dentro: así como advertía Julieta Campos que deben ser reconocidas las transformaciones verdaderas.
Otra cosa es el oportunismo de derecha que le preocupa al presidente y a los partidarios del gobierno: los cacerolazos. ¿Pero existe acaso algún movimiento relevante en la historia de la humanidad que no haya tenido polizones? Que la fuerza de este movimiento haya despertado la codicia de los conversos y los vivillos de último minuto no lo descalifica en absoluto, ni mina la potencia del reclamo principal: igualdad plena y garantías indiscutibles. Un manifiesto que, en sana lógica, tendría que encajar como un anillo al dedo con la dinámica que llevó a Andrés Manuel López Obrador a convertirse en presidente del país: dejar atrás todo lo que nos lastima y abrazar todo lo que nos dignifica, con la igualdad y la honestidad como faros permanentes.
Sin embargo, no es la primera vez que el presidente López Obrador confunde al mensaje con el mensajero: ya había sucedido, solo por recordar un par de ejemplos, con las guarderías infantiles, cuando la garantía de un derecho de igualdad se convirtió en un reparto de dinero, entre otras razones, porque ese programa había sido defendido por los gobiernos anteriores; el gobierno no escuchó el mensaje (y sigue sin hacerlo) porque quería anular al mensajero. Y sucedió también con el desabasto de medicamentos, donde los abusos cometidos por los distribuidores y por algunas de las empresas farmacéuticas acabaron confundidos con la descalificación frontal a los pacientes que no querían (y no quieren todavía) más que salvar la vida propia y de los suyos. Y esto mismo ha vuelto a suceder ahora, cuando el movimiento feminista llama al paro nacional del 9 de marzo y el gobierno tropieza con la idea insostenible según la cual se trata de una estrategia de derecha, equivalente a las que llevaron al golpe de Augusto Pinochet en Chile. Nada menos.
Se equivocará el presidente si sigue creyendo que los únicos llamados que merecen atención y apoyo son los que salen de sus propuestas y sus filas. Hay y habrá otros (y qué bueno que así sea) que seguirán llamando a la revolución de las conciencias, a favor de la igualdad y en contra de la corrupción, mucho más allá de los espacios controlados por el poder ejecutivo y su partido. Por supuesto, el presidente tendrá siempre la opción de enfrentarlos o apoyarlos. Pero se equivocará mucho más si sigue empleando su enorme poder de comunicación y movilización para tildar de derecha, a placer y por el gusto de descalificar, lo que es de izquierda.
Investigador del CIDE