Les preocupan las palabras que se usan, porque con ellas están gobernando. Y tienen razón: las palabras importan porque aportan significados, otorgan sentido a los cursos de acción y enmarcan la interpretación de los hechos. Como ha sugerido Yuval Noah Harari, gracias a las palabras el homo sapiens pudo imaginar y crear lo que no existe, derrotando con ellas a los neandertales quienes, aun siendo más fuertes, sólo podían lidiar con las cosas que formaban su entorno. Para estos no existía sino aquello que se tocaba; para los homo sapiens, en cambio, los recursos se creaban con las palabras.
La sociedad humana está afincada en grandes palabras: Dios, Estado, Derecho, Soberanía, Nación, Democracia —entre otras que aquí me permito escribir con mayúsculas— cuya existencia material depende de las personas que las pronuncian y del significado que les otorgan. Para darles contenido tangible, las sociedades hemos creado rituales: es imposible tocar a Dios pero es posible asistir a una congregación religiosa, donde se encarnan los objetos y las imágenes que lo representan; el Estado no existe sino como producto de la pugna por el control de los territorios, pero sí existen los cargos públicos, los ejércitos, las fronteras, las burocracias que nos gobiernan; la Nación no puede cosificarse, pero nos rodean los símbolos patrios, las banderas, los himnos.
Hoy estamos presenciando una intensa batalla por las palabras. De momento, este es el debate más importante. De un lado, los partidarios de la 4T han sido incapaces de definirla más allá de la negación. Esgrimen dos argumentos: ese proyecto intangible existe a partir de la destrucción del pasado que produjo desigualdad y convirtió a la corrupción en el corazón del sistema político. Y de aquí la segunda batería de respuestas: ergo, cualquier crítica a las decisiones que ha venido tomando el gobierno equivale, desde su mirador, a una complicidad con ese pasado ominoso. Si se mira con cuidado, no hay nada más.
El ritual de ese mito que se ostenta a sí mismo como la transformación más importante de la historia de México se manifiesta, precisamente, en la destrucción de las ideas, del derecho y de las instituciones pasadas. Cada vez que se derrumba otra construcción levantada en aquellos años, se escuchan los vítores de los partidarios del régimen. Y cuando alguien pregunta: ¿con qué las sustituiremos para evitar que no quede más que la voluntad de un solo hombre y la fuerza de sus palabras? La respuesta es un coro unísono que acusa a quien la formula de ser cómplice de la corrupción y partidario de la desigualdad.
No importa que sea mentira, no importa que haya pruebas de que esas acusaciones son falsas, ni siquiera importa demostrar que fueron ellos, la mayoría, quienes estuvieron ausentes de las batallas que se libraron entonces para arrebatarle trozos de autoridad a los presidentes y empoderar a los ciudadanos. Lo que importa es justificar con palabras la destrucción que se está acometiendo y descalificar a quienes se atreven a cuestionar su destino. “Si esto es la inteligencia, ¡qué muera la inteligencia!”, gritó Millán Astray para acallar a Miguel de Unamuno, en el auditorio de Salamanca, en octubre de 1936, cuando el movimiento fascista de España ya se había impuesto sobre la maltrecha democracia de la segunda república. Las revoluciones no admiten ninguna réplica.
Sin embargo, mientras se pueda, algunos seguiremos usando palabras para contradecir la obediencia, seguiremos pugnando por la defensa de los derechos igualitarios, por la creación de instituciones para combatir a la corrupción y seguiremos preguntando: ¿Qué sigue después de la destrucción sistemática? ¿Qué vendrá cuando ya no esté con nosotros el líder que la encabeza? ¿Cómo se llama esto?