A estas alturas del sexenio, comprendo que es inútil ofrecer argumentos para tratar de disuadir al gobierno de lo que sea: una vez que el presidente “tira línea” lo que sigue es la multiplicación de sus frases fabricadas, la descalificación ad hominem de quien lo contradice y la acción airada y ciega de sus partidarios: la máquina trituradora del Estado. Una vez lanzada la jauría, ya no hay debate: la inteligencia, la evidencia y las razones ceden su sitio a las consignas, las emociones y el juego del poder.
La ofensiva final de este gobierno fue anunciada desde hace años: ya sabíamos que las instituciones electorales no podrían organizar las elecciones presidenciales posteriores en las condiciones que hoy tenemos y hoy constatamos que ya están amenazadas de muerte. Para volver a la captura del INE y del Tribunal Electoral y someterlos a la voluntad del gobierno y su partido —como sucedía hasta el 1996—, el presidente ha construido dos alegatos que apasionan a sus huestes: que los consejeros y los magistrados hacen fraudes y que gastan mucho dinero. No importa si se trata de un infundio o de una afirmación torcida: si lo dice el presidente se vuelve verdad política y los suyos la adoptan como credo y estrategia.
Para afirmar su posición, el presidente sigue hablando de las elecciones del 2006 y sigue culpando a los órganos electorales de esos hechos. En vez de ayudar a la consolidación de la confianza en lo que será, o debería ser, el último acto de autoridad presidencial que estará en sus manos: pasar la banda tricolor a quien gane la elección del 2024, lo que está haciendo es sembrar los vientos de la desconfianza y la descalificación anticipada. Más claro ni el agua: con este INE y este Tribunal, el titular del Poder Ejecutivo no reconocerá ningún resultado que no sea favorable a su partido. Aceptaría (¿aceptaría?) si y solo si se aprueba su propuesta de renovar la cabeza de ambas instituciones, mediante la elección de consejeros y de magistrados. De lo contrario, dirá que se consumó otra vez un fraude. (Nomás que no será lo mismo decirlo desde la oposición que desde el Poder Ejecutivo: en este segundo caso, estaríamos ante un golpe de Estado).
En el camino, el partido del gobierno ha decidido acompañar al presidente minando el presupuesto y la capacidad de acción de esas instituciones. Los presidentes del Consejo General del INE y del Tribunal Electoral han explicado cien veces en qué se usa y cómo se gasta ese dinero que, además, cualquier persona con acceso al Internet puede verificar. También se ha dicho hasta la saciedad que una cosa es buscar la austeridad y otra es dejar de cumplir obligaciones constitucionales por ahorrar dinero. Pero una vez más, da igual: el jefe del Estado ha dicho que es demasiado. ¿O no es cierto, acaso, que consejeros y magistrados ganan más que el presidente?
La devastación de la confianza y la eliminación deliberada de los medios suficientes para llevar a cabo las elecciones venideras son las dos piezas de esta crónica de una muerte anunciada. No es necesario esperar al desenlace de la reforma electoral diseñada por el presidente para hacerse del control del INE y del Tribunal, pues la estrategia política para impedir que su proyecto pueda ser derrotado en la elección siguiente ya está en curso. Ni el INE ni el Tribunal saldrán indemnes. La ecuación está servida: o gana el presidente o perdemos todos.
Me llama la atención que esta conclusión no despierte todas las alarmas: sabemos de qué se trata, cuáles son los argumentos, en qué consiste la estrategia y cuál sería el desenlace. No hay una sola pieza de información que falte: el INE y el Tribunal serán llevados a la trituradora porque el gobierno se ha propuesto retomar el control electoral o destruirlos.
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