La decisión tomada por cuatro ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para dejar intacta la pregunta que se formulará en abril fue coherente con el guion que ha sido diseñado desde el Palacio Nacional para esta nueva etapa de la revancha. A estas alturas ya es obvio que la consulta no tiene nada que ver con la revocación del mandato del Ejecutivo, sino con la afirmación de su predominio hegemónico.
Era previsible que las y los ministros Loretta Ortiz, Juan Luis González Alcántara y Yasmín Esquivel —quienes le deben su cargo al titular del Ejecutivo— votaran con la misma obediencia que le ha entregado el ministro presidente Arturo Zaldívar Lelo de Larrea desde que llegó a ese puesto. Y como bien se sabe, aunque los demás integrantes de la Corte se pronunciaron por modificar esa pregunta, se necesitaban ocho votos para desandar las decisiones tomadas desde el Poder Legislativo. Y así seguirá ocurriendo: la mayoría de Morena podrá seguir decidiendo lo que le venga en gana hasta el final de este sexenio, con la certeza de que habrá al menos cuatro ministros leales para impedir cualquier intento de modificación sustantiva a la voluntad presidencial.
De su parte, la mayoría legislativa ha venido interpretando con fidelidad el papel que le fue asignado, aprobando primero una ley de revocación de mandato barroca y de muy difícil implementación; después, negando al INE los recursos necesarios para instalar el mismo número de casillas de la elección federal previa; y construyendo ahora el argumento según el cual ese organismo autónomo se ha propuesto bloquear la democracia.
Nada de esto ha ocurrido fuera del guion escrito de antemano, nada ha sido improvisado y por eso, como en las malas películas, el desenlace es totalmente previsible: se acusará al INE de haber incumplido con sus obligaciones básicas y se promoverá una reforma electoral para someter a esas autoridades al mandato del jefe del Estado. En el camino, Morena y sus aliados se han tragado el sapo de la contradicción flagrante que supone promover la destitución del presidente a quien, en realidad, quieren dotar de poderes absolutos.
Cada uno de los actores ha seguido con notable disciplina las líneas que fueron escritas para ellos, pero no hay duda de que el peor papel ha sido este último: el haber promovido con verdadero ahínco la recolección de millones de firmas para defenestrar al presidente a sabiendas de que se trata de un engaño. Fascinados con el rol que les tocó encarnar, llegaron incluso a sobreactuarse con firmas falsas y echando mano de todo el aparato del Estado, con tal de no perder su espacio en el escenario predispuesto.
El siguiente acto ya empezó: los mismos personajes que salieron a pedir firmas para correr al presidente (con el propósito de empoderarlo más) ahora se están movilizando para matar al INE, que es el verdadero clímax de esta trama, en tres momentos previamente diseñados: (i) la denuncia por la reducción obligada del número de casillas a instalar, presentada como la fabricación de un fraude orquestado por la mafia del poder; (ii) el boicot deliberado del proceso de consulta —faltando un día sí y otro también a las prohibiciones establecidas en la ley—, e incluyendo la movilización que habrá el mismo día de los comicios, tanto para mostrar el músculo como para armar alboroto en las casillas, acusando al INE de cualquier acto de violencia; y (iii) la celebración de un resultado apabullantemente favorable a la ratificación del presidente (¿más del 90 por ciento de los votos?) pero insuficiente para volverlo vinculante, culpando de esto último al órgano electoral.
Entre los géneros dramáticos, todo esto podría ser leído como una ópera bufa. Pero es una tragedia y, como todas, acabará muy mal.