Es bien conocida la descripción que hizo Jorge Carpizo sobre la organización de las elecciones mexicanas como “la feria de las desconfianzas”. Treinta años después, ese rasgo se convirtió en el corazón del régimen político que nos gobierna y en el argumento eficiente que justifica todas las decisiones que ha ido tomando el presidente López Obrador. En la lógica de la revolución que se ha propuesto encabezar, nada ni nadie merece su confianza.

A estas alturas es innecesario hacer listados exhaustivos pues cualquier cosa que haya sucedido en lo que él califica como el periodo neoliberal es motivo de la más profunda desconfianza —el que comenzó con el sexenio de Miguel de la Madrid pero que deja a salvo a Echeverría y López Portillo—. Ninguna reforma, ninguna institución, ninguna política pública, ninguna organización que haya nacido en ese lapso puede ser confiable, pues desde su propio mirador todo en ese tiempo se hizo, invariablemente, para consolidar el predominio económico y político de una minoría rapaz —la mafia del poder— sobre el conjunto de la sociedad. De modo que la tarea fundamental que se ha propuesto el gobierno actual es devastar deliberadamente esa herencia, bajo el supuesto de que la destrucción total de ese pasado equivale a sentar las bases para volver al futuro luminoso.

Buena parte de la clase política que lo acompaña participó directamente en las instituciones y los gobiernos de ese periodo. Pero una vez convertidos a la doctrina de la desconfianza en aquello que prohijaron, ahora actúan, precisamente, como conversos. Es en ese grupo hermético, acaso, en quienes el presidente ha depositado una confianza cautelosa, selectiva y condicionada a la obediencia, indispensable para afrontar la tarea de gobernar, pero sin cederle a nadie la capacidad de decidir ni hablar sobre los asuntos principales. Quienes se han arrogado la libertad de actuar o pensar de motu proprio han perdido la confianza envenenada que se les entregó y han salido del gobierno.

El argumento se repite a cada paso: las instituciones electorales construidas en aquellos años no merecen la confianza pública porque fueron hechas para legitimar los fraudes; el servicio profesional de carrera que alguna vez se intentó poner en marcha no es confiable porque se hizo para sembrar enemigos de la transformación en curso; los sistemas de transparencia que se le arrancaron a los gobiernos anteriores son fútiles y onerosos; el sistema diseñado para atajar la corrupción es una trampa para cobijarla; las organizaciones sociales son aliadas de los conservadores; las universidades y las instituciones de investigación son prescindibles porque ayudaron a concebir las reformas previas al advenimiento de esta nueva época; todos los fideicomisos públicos fueron una fuente inagotable de corrupción; todos los intermediarios que defienden causas sociales específicas, lo hacen para conservar sus privilegios. La desconfianza es el leitmotiv del régimen.

Sabe que lo respalda el resentimiento social acumulado por la desigualdad, por los abusos de una élite voraz y por las violencias de toda índole que hemos padecido. Así que se ha propuesto encarnar y potenciar, a un tiempo, el motor rotundo de esa desconfianza. Y mientras ese argumento siga dando frutos, la espiral seguirá arraigándose como doctrina: la feria se convirtió en gobierno.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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