No estábamos preparados, pero no queríamos cruzarnos de brazos. Había que salir a buscar a los nuestros, a protegerlos del caos y luego correr a quitar piedras, a rescatar gente, a llevar víveres, a organizar centros de acopio, a distribuir agua, alimentos, consumibles; había que moverse de prisa, acordar métodos de distribución, improvisar roles, sumarse. Creíamos que en 1985 ya habíamos vivido todo hasta que vino el 2017 para revelarnos que nuestros instintos volverían a brotar como 32 años antes: había que moverse rápido para salvar vidas y ayudar en todo lo que fuera posible a quienes, repentinamente, se habían quedado sin nada.
Hoy ha vuelto a temblar. Pero esta vez no se ha movido la tierra sino la vida: amenazada por la ruleta rusa del contagio masivo (70% pasará por ese juego macabro: ¿seré asintomático, leve o grave?) todos padeceremos después los efectos inevitables de la pandemia que golpeará con crueldad a los más débiles y a los más pobres. Una brutal selección darwinista está recorriendo a la humanidad: están muriendo los más viejos, los hipertensos, los diabéticos, los portadores de VIH, los que tienen padecimientos renales y sobrevivirán los más fuertes, los más jóvenes, los más sanos. Cuando el terremoto haya concluido se sobrepondrán a la devastación económica quienes tengan casa, quienes tengan dinero, capital cultural, trabajo seguro y redes de protección y sucumbirán, como siempre, los que no tengan nada más que la vida. La estratificación de la sociedad se volverá todavía más profunda.
Del gobierno no cabe esperar mucho más, ni tampoco del resto de nuestra clase política. Ya vimos sus límites: igual que en 1985 y 2017, no serán ellos quienes asuman el sentido de urgencia ni la inminente necesidad de cambiar los cursos de acción. No parecen asimilar que el entorno que conocían ya se hundió y están estancados en sus lugares comunes. El presidente está viviendo en la negación, como si esta situación nos fuera ajena y sigue actuando de la misma manera, sin admitir que los problemas económicos y sociales que se nos vienen encima rebasarán con creces los planes que se había hecho y que no servirán las piscachas que va repartiendo: no alcanzarán por la combinación entre recesión, devaluación e inflación; porque el dinero valdrá menos, los programas públicos no podrán sufragarse y la informalidad aumentará tanto como las necesidades de ingreso. El confinamiento obligado por el Coronavirus ya está castigando a quienes viven al día y sobreviven de lo que puedan sacar de la calle y, por esa razón, no podrán resistir cuatro semanas en casas que no tienen o donde conviven hacinados y en condiciones insoportables.
Hoy es el día siguiente del terremoto y tenemos que actuar ya, porque decenas de miles de personas se están quedando sin ingresos, sin forma de obtenerlos y sin esperanza de salir adelante; no tienen cómo cuidarse ni cómo proteger a los suyos. ¿Qué estamos esperando para formar centros de acopio y construir cadenas de apoyo? Es ridículo suponer que los programas sociales podrán suplir las carencias que se acumularán hora tras hora y es despiadado sugerir que los pobres deben seguir trabajando, inmunes al virus.
Si queremos sobrevivir como sociedad y no solo como individuos aislados, debemos sobreponernos a nuestros temores y tejer de inmediato las redes de salvaguarda y de respaldo social necesarias para contrapesar los efectos brutales de esta tragedia entre los más pobres y los más débiles. Nadie debe rendirse a la lógica infame de la selección natural. Hay que quitar piedras y salvar vidas, volver a levantar puños para organizar el respaldo y asumir que, para remontar esta situación y sobrevivirla como nación, nunca fue más importante la solidaridad de todos, con todos. Hoy es el día siguiente del terremoto.
Investigador del CIDE