Este domingo asistimos al renuevo del espectáculo del presidencialismo indiscutible que vimos sexenio tras sexenio durante el Siglo XX.

Se ha sembrado la idea de que esta tarde de domingo se definió el método para decidir quién sucederá al presidente López Obrador y se ha dicho que será un procedimiento democrático, para escuchar la voz del pueblo. Como si las elecciones constitucionales no fueran más que un trámite postrero, lo que está afirmando es que las encuestas organizadas a modo por un solo partido y diseñadas bajo la voluntad presidencial, decidirán el destino del país. Dice que será el pueblo quien tomará esa decisión, pero todos sabemos que los candidatos y la candidata fueron decididos desde el Palacio Nacional y sabemos, también, cuál será el resultado de esa parafernalia.

Ha sido el titular del Ejecutivo quien le ha dado beligerancia al secretario de Gobernación, su amigo, para inscribirse en esa lista y quien ha impulsado a la jefa de Gobierno de la CDMX para encabezarla. Ha sido el presidente quien ha bloqueado al jefe de la bancada oficial en el Senado —y que todos sabemos que no ganará de ningún modo— y, también, quien ha tolerado las aspiraciones de su canciller, utilizándolo como un comodín a modo para justificar la supuesta competencia y, por si acaso, para contar con una segunda opción. Las reglas, los nombres, los procedimientos y los resultados fueron diseñados paso a paso —con el aplauso de sus seguidores incondicionales por un solo hombre.

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