El día de hoy se formalizará la renuncia de Sergio López Ayllón a la Dirección General del CIDE. Quizás pasará inadvertida, pues la noticia del día es el resultado de la consulta popular. ¿A quién podría interesarle más la salida anticipada de un funcionario que la puesta en marcha de la maquinaria destinada a juzgar el pasado político del país? Empero, ambos hechos están enlazados (y no por las mejores razones).
Con discreta elegancia, López Ayllón emitió el sábado un breve comunicado donde informó a la comunidad de esa institución que había tomado la decisión de dejar el cargo que debía ocupar hasta febrero del 2023 “de manera concertada con las autoridades de Conacyt, quienes siempre han apoyado al CIDE”. Dijo que había llegado a la conclusión de que su ciclo como director había terminado y “conviene –añadió—que tengamos una dirección renovada que pueda seguir dando cauce a las nuevas necesidades institucionales”.
A buen entendedor, pocas palabras. Si, como dice ese texto “hoy tenemos un CIDE estable y vigoroso, adaptado mayormente a las nuevas circunstancias, sano financieramente, con una planta académica de enorme calidad y con estupendos resultados en sus actividades sustantivas”, ¿por qué tendría que dejar su cargo quien ha conducido esa casa desde 2013 con tanto cuidado? Respondo: porque el CIDE ha sido un centro de investigación y docencia muy incómodo para quienes han ejercido el poder político en México y hoy, como todos sabemos, “quien no está conmigo, está contra mí”. Y sucede que el todavía director del CIDE, honrando la tradición de esa casa, ha respetado su pluralidad crítica y él mismo ha hecho públicas sus opiniones adversas a la política de ciencia y tecnología que ha seguido el gobierno actual.
El CIDE y su comunidad académica han sido protagonistas de muchas y muy relevantes batallas intelectuales a lo largo de cinco décadas. Y el propio López Ayllón, en su momento, participó activamente de varias de ellas: la pugna por abrir las cajas negras de los gobiernos a través del derecho a saber –eso que hoy llamamos: transparencia--, la búsqueda de la profesionalización del servicio público y de las policías, la política de drogas, la crítica permanente a las políticas social y económica de los gobiernos, incapaces de garantizar la redistribución del ingreso —tres de los integrantes del Coneval actual han estado en el CIDE—, la crítica inteligente a la educación pública en México, la creación de evidencia tenaz y de nuevas instituciones para combatir la corrupción en los tres niveles de gobierno, entre un largo etcétera, forman parte de la irredimible rebeldía combativa de ese centro público de investigación que, por méritos propios, se ha acreditado como uno de los mejores de México y uno de los más reconocidos del mundo.
Para someterlo, quienes ignoran o desdeñan el trabajo académico –conozco personalmente a muchos—propalaron desde el principio de este sexenio la especie de que el CIDE era neoliberal: esa forma facilona de descalificar poniendo adjetivos sin historia y sin argumentos. No saben que esa institución nació, en buena medida, por el influjo del exilio chileno que llegó a México tras el golpe de Pinochet, desconocen la obra de quienes han poblado sus aulas y sus cubículos y ofenden a quienes, desde ese lugar, hemos denunciado y enfrentado los errores, los excesos y la corrupción de todos los gobiernos que se han sucedido en México desde hace 48 años, incluyendo al actual.
Aplaudo la prudencia del director que ha optado por renunciar en vez de convertirse en un capataz. Hizo bien, pues la inteligencia es rebelde o no es. Y el CIDE, estoy seguro, seguirá siendo incómodo para los poderosos de turno, sea quien sea quien venga a suplir a Sergio López Ayllón.