La semana pasada, en una de sus conferencias mañaneras, el presidente López Obrador afirmó que el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) está al servicio de empresas y empresarios. Sin venir al caso, cuando una reportera le preguntó sobre el nombramiento de Brenda Lozano en la embajada de México en España, dijo que podía entender “que exista una escuela como el ITAM o el Tecnológico de Monterrey para formar cuadros (conservadores y neoliberales), pero que el Estado también esté financiando a una institución con ese mismo propósito (el CIDE) y que su presupuesto se destine a financiar investigación de las empresas y no a hacer investigaciones en beneficio de la gente (es inaceptable)”.
Todos sabemos que desde sus conferencias de prensa, el presidente no sólo informa y emite opiniones sino que también gira instrucciones de cumplimiento obligado para el gobierno. De modo que, de aceptarse sin réplica, ese párrafo podría convertirse en una sentencia de muerte para una casa de estudios que jamás ha estado al servicio de las empresas o los empresarios sino que, por el contrario, no ha hecho otra cosa que estudiar los problemas públicos del país.
Ha sido una monserga, eso sí. A pesar de formar parte de los centros públicos de investigación del Conacyt —o mejor dicho: precisamente por eso— los trabajos de sus investigadores han sido invariablemente críticos de las políticas públicas, por encima de las coyunturas políticas. Entre sus aportaciones en lo que va de este siglo (verificables todas en Internet) ha estado la crítica tenaz al sistema fiscal, al federalismo feudal, a la reforma educativa, a la opacidad de los gobiernos, a la corrupción, a la política de drogas, a la estrategia de combate al crimen organizado por la vía armada, por citar solo algunos ejemplos entre muchos otros trabajos sinceramente comprometidos con el interés público.
Esa institución nació en 1974 y, a mucha honra, albergó a los exilios chileno y argentino en contra de los regímenes autoritarios del Cono Sur. Así como El Colegio de México heredó en su momento el espíritu de la república española, el CIDE tiene en su ADN la defensa de la democracia acribillada por los regímenes militares y autoritarios de América Latina. No fue una anomalía que haya criticado al gobierno de Fox por negarse a reformar los gobiernos locales y por llevar al fracaso a la convención nacional hacendaria; que nunca haya bajado los brazos para oponerse a la estrategia militar diseñada por el gobierno de Calderón, ni para señalar los sesgos injustos que imprimió al presupuesto de egresos; que haya documentado la opacidad y la corrupción del gobierno de Peña Nieto y que haya encabezado redes de investigación para oponerse a ellas. Su posición crítica ha respondido a su agenda de investigación, al rigor académico, a la autonomía intelectual de sus profesores y sí, también, al respeto invariable a la diversidad y la pluralidad de criterios. Pero no es, ni ha sido nunca, una casa de estudios al servicio de los empresarios.
Conocemos la dinámica que se desata tras las conferencias del presidente y esa secuencia que empieza por la simplificación ad hominem de los temas, que atraviesa por la estigmatización y la difamación de reputaciones completas en función de la palabra presidencial y que luego, como colofón, concluye con la destrucción de las instituciones desobedientes. Si borrar al CIDE del mapa es una decisión ya tomada, apelo al menos a que se haga en nombre de la verdad: las investigaciones de quienes conforman su claustro han sido, efectivamente, incómodas y desobedientes con los poderosos de turno, pero siempre han privilegiado el interés público y la defensa de los grupos vulnerables. Si ha de ser castigado, que sea por lo que sí hace.
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