Para bien y para mal, el primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador estuvo marcado por la fuerza de las palabras: del alud de palabras que ha pronunciado en las conferencias de prensa, en las giras de trabajo por todo el país y en los eventos y reuniones masivas que ha encabezado de manera incansable; y, como si no le bastara, en las que escribió además en un libro. Ese caudal no tiene comparación con ningún gobierno anterior: hoy tenemos al presidente más locuaz de la historia y, seguramente, al mejor comunicador.
El predominio de las palabras no sólo es notable por su abundancia sino porque han sustituido a los datos como fuente primordial de la agenda pública. La voz del presidente es más potente que cualquier evidencia y, por eso, es difícil criticar este primer tramo de su gobierno con objetividad. Dice el presidente que las cosas ya cambiaron, que se acabó la corrupción, que ya no hay guerra contra el crimen organizado, que sus programas sociales están logrando abatir la desigualdad y que el pueblo es feliz. Frente a ese discurso, es inútil oponer los datos que demuestran el incremento de la violencia, los muchos casos que siguen revelando abusos inaceptables de funcionarios públicos, la reiterada captura de puestos y presupuestos, el estancamiento de la economía o la obstinada desigualdad. Nada de eso importa más que las palabras del presidente y nada es más elocuente que el discurso del régimen.
Lo mejor de esa cascada de palabras presidenciales ha sido la reconstrucción de la esperanza política para la mayoría de los mexicanos. Todas las encuestas coinciden en ese punto: Andrés Manuel López Obrador no sólo mantiene el afecto y la expectativa de la gran mayoría de sus electores sino que, gracias a las palabras, ha acrecentado el nivel de confianza que muchos otros han puesto en sus manos. No ha resuelto los problemas que se le han presentado: Pemex sigue en riesgo, el conflicto migratorio y comercial con Estados Unidos sigue vigente, los cárteles criminales siguen actuando con impunidad, la corrupción está lejos de haber declinado. Pero el discurso presidencial ha creado la sensación de que ninguno de esos problemas existe y de que vivimos ya en otra realidad nacional.
La confianza popular en la palabra presidencial es conmovedora. Habla muy bien de la capacidad del presidente para tocar las fibras más sensibles del pueblo, pero también revela la necesidad de creer que hay en la sociedad. Se trata de un camino de ida y vuelta entre el presidente y la gente, que se retroalimenta con la esperanza del cambio anunciado y con la reiteración de que ese cambio ya sucedió, pese a todo lo que se diga para negarlo. Al concluir el primer año de la gestión de AMLO, no hay duda de que su mejor resultado es la confianza mayoritaria en la presidencia de la República.
En contrapartida, su mayor defecto es la polarización. Con la misma tenacidad que le ha llevado a crear esa realidad discursiva que la mayoría defiende como si fuera ya irrefutable, así también se ha obstinado en estigmatizar e insultar a todas las personas que se han atrevido a contradecirlo. El presidente ha hecho de la descalificación política, un arte; y ha convertido esa cualidad en un recurso simbólico fundamental del nuevo gobierno. Sin embargo, ese otro lado de la moneda podría seguir tensando innecesariamente la vida política del país, hasta el punto de neutralizar la esperanza ganada. Y desde luego, la polarización inducida como estrategia deliberada es, de lejos, el peor saldo del primer año y el mayor riesgo para los venideros.
La esperanza y la polarización que se contradicen y que sintetizan los primeros meses de este gobierno, han sido creadas por la misma feracidad verbal del titular del Ejecutivo. Un año plagado de palabras, para bien y para mal.
Investigador del CIDE