El Canciller Ebrard tiene una larga experiencia en el manejo del poder, pero todavía no la acredita como líder. Cuando tuvo la oportunidad de disputar la candidatura presidencial a la que aspira, le derrotó su biografía de consejero áulico: la del experto de pasillo y operador indispensable en los trances más difíciles. Solidario siempre con sus jefes —Manuel Camacho y López Obrador, en ese orden— ha demostrado una y otra vez sus habilidades para resolver problemas enredados y salir del paso con soltura, investido como el brazo derecho de los principales. Pero vivir bajo la sombra de otros no le servirá para ganar la Presidencia.
Ante las decisiones diplomáticas recientes (¿dije diplomáticas?) que han venido enemistando a México con sus socios obligados —Estados Unidos, España, Europa—, el canciller se ha refugiado en la lealtad sin que sepamos, con certeza, cuál es su opinión. Algo similar hizo la ministra Olga Sánchez Cordero hasta que la dignidad la llevó a renunciar al cargo de florero, sin abandonar la causa; pero ella no aspiraba a ocupar la Presidencia. En cambio, Ebrard parece estar siguiendo los mismos pasos de su mentor Manuel Camacho, quien creyó que respaldar sin condiciones a Salinas de Gortari le llevaría a sucederlo, y ya sabemos cómo terminó esa relación.
Tengo para mí que la obsecuencia con la que está actuando el canciller no sólo está minando sus aspiraciones sino que, además, está haciendo trizas su desempeño. Sobre esto último no es necesario añadir ni una palabra más: el prestigio diplomático de México está siendo pisoteado y ni siquiera ha existido coherencia entre las palabras, las acciones y los principios invocados por la política exterior de este gobierno. Marcelo Ebrard podrá alegar que todas las decisiones las ha tomado el presidente pero, entonces, ¿para qué queremos a un secretario de Relaciones Exteriores?
Dudo mucho que pueda remontar sus lastres para hacerse de la candidatura que desea, pues Morena no es un partido sino un aparato que reúne dos corrientes que actúan en armonía por su obediencia al presidente, y poco más: de un lado, el grupo de los viejos priístas que rompieron antes con Salinas y de los que se han ido sumando —así, en gerundio— a López Obrador; y de otro, el abigarrado mosaico de quienes vienen de los partidos y de los movimientos socialistas. Hasta donde alcanzo a ver, ninguno de esos grupos vería a Marcelo Ebrard como su mejor opción.
Si está pensando que la obediencia ciega lo situará como el alter ego de López Obrador, se está equivocando mucho: ese lugar lo ocupa Claudia Sheinbaum, quien no tiene que fingir ni simular nada pues lo hace con toda convicción —y además tiene un espacio de gobierno propio—. Y del otro lado, Ricardo Monreal está logrando competir por la candidatura de Morena como el líder de la resistencia interna a los excesos del poder presidencial. El canciller no está en ninguno de esos sitios: no es el personaje más identificado con las causas que persigue el presidente ni tampoco es su contrapeso dentro del movimiento que comparten. Si en la política hay que representar algo y a alguien, pregunto: ¿qué o a quién representa Ebrard?
La única oportunidad que acaso le queda disponible sería llenar el hueco que hay en los demás partidos, cuyos posibles candidatos no despiertan ni una mueca. Si Ebrard renunciara a la Cancillería esta semana y decidiera confrontar a López Obrador, muy probablemente se volvería la opción más fuerte de las oposiciones —que andan a tontas y a locas inventándose un futuro— y, eventualmente, podría colmar su sueño de ganar la Presidencia. Pero tendría que hacerlo ya, pues no podría convalidar los despropósitos cometidos por su jefe en materia de política exterior sin hundirse para siempre.