Hace exactamente veinte años publiqué mi primer artículo de opinión en EL UNIVERSAL. Lo hice tras cumplir el periodo por el que fui designado como consejero electoral en el IFE (el de Woldenberg, como se le conoce, de 1996 al 2003). Desde entonces, he tenido el privilegio de publicar en El Gran Diario de México 1,044 artículos (que suman 2 mil 672 páginas). Durante dos décadas, semana a semana, he intentado seguir el pulso del devenir político del país, sin renunciar nunca a la crítica ni a la defensa de los derechos, la igualdad y la democracia: mis pasiones profesionales.

Durante este periodo, el periódico ha tenido varios directores editoriales y varios responsables de la página de opinión, con quienes he interactuado ocasionalmente y convivido, a veces, en las comidas de aniversario del diario. Ninguno me ha sugerido que aborde algún tema, ni ha censurado una línea, ni ha intentado modificar mis puntos de vista; ni siquiera han tocado los títulos de mis colaboraciones: los desaciertos, las erratas o los excesos de mis artículos, han sido míos. Vaya, ni siquiera he conversado jamás con Juan Francisco Ealy Ortiz o con Juan Francisco Ealy Lanz Duret. Acaso los he visto a distancia. Mi relación ha fluido a través de la letra impresa y nada más.

En el camino he publicado varios libros, producto de mi labor académica de investigación. Pero hay dos que son deudores de las ideas publicadas aquí: El Futuro que no Tuvimos. Crónica del desencanto democrático (Planeta, 2012), y otro que se publicará esta misma semana: Gato por Liebre. La importancia de las palabras en la deliberación pública (Debate, 2023). En ambos, mezclé la disciplina que exige la curiosidad atenta del periodismo con el método riguroso de las ciencias sociales: intenté hacer conciencia de la experiencia, como escribió André Malraux. Pero ambos se fueron gestando, a fuego lento, entre las líneas de lo que fui escribiendo para EL UNIVERSAL.

Ahora que hago repaso de estas dos décadas de trabajo ininterrumpido, redescubro también la saudade que atraviesa esos textos. Saudade: esa palabra perfecta del portugués que, en español, remite a la añoranza y la nostalgia, pero no a la tristeza. Es quizás el estado de ánimo de la esperanza que se frasea en sordina, con información y en busca de la verdad, sin ingenuidades. Una esperanza morigerada por la realidad cotidiana, que reconoce las tardes nubladas mientras confía en el amanecer. Así han sido estos años: los años del desencanto y del optimismo necio, a la vez; de la frustración y la lucha tenaz; del encono atizado por la ambición y la reconciliación alentada por las ideas.

La fortuna —creía Maquiavelo— determina al menos la mitad de nuestros destinos: la otra mitad —decía él— depende de nuestras virtudes. En mi caso, confieso, la buena suerte ha sido mucho mayor que mis méritos y gracias a ella pude atestiguar muy de cerca, desde el final de los años ochenta del siglo pasado, el difícil tránsito de un sistema político de partido casi único a la pluralidad cierta de opciones electorales, que no sólo hizo posible la alternancia pacífica de nuestros gobiernos nacionales desde el comienzo del Siglo XXI sino la convivencia de distintas visiones políticas en congresos y gobiernos locales. Tuve la fortuna de asistir al nacimiento de un nuevo régimen y de constatar que, cuando las circunstancias y las voluntades se alinean, las cosas que parecían imposibles suceden.

No fue caprichoso que haya situado el inicio del “periodo del desencanto” en 2003, justo cuando empecé a publicar aquí. Fue en aquel año cuando las ambiciones políticas se impusieron sobre las reglas pactadas y la esperanza democrática comenzó a decaer. Y aquí seguimos, pugnando entre los sueños y las vigilias, entre viento y marea.

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