En los libros de ciencia política se dice que, entre los recursos que utilizan los gobiernos para afirmar su autoridad, destacan los simbólicos: los que dan identidad a un proyecto nacional, articulan una narrativa y le ofrecen coherencia a las acciones y las decisiones que, de otro modo, parecerían caóticas. Como dice el clásico: las políticas públicas están hechas de palabras. Pero no todas caben en el mismo saco ni pueden pronunciarse al margen del papel que cada uno encarna.

Digo esto porque estoy viendo, con preocupación, que los recursos simbólicos que utilizó el principal líder de la oposición política de México para ganar la presidencia, comienzan a contradecir a los que tendría que usar el jefe del Estado mexicano. No es lo mismo denunciar los abusos, los excesos y las trampas de los políticos más poderosos del país, que atajarlos desde la máxima investidura del poder. No es lo mismo acusar de corrupción a los gobiernos que erradicarla desde el corazón de la administración pública; no es lo mismo advertir la ineficacia de los poderosos para generar mayor crecimiento y menor desigualdad, que producir riqueza y redistribuirla; no es lo mismo señalar la incapacidad de las fuerzas de seguridad para frenar al crimen organizado que enfrentarlo. El discurso de la oposición no puede ser el mismo que el discurso del poder.

Denunciar problemas no es lo mismo que afrontarlos y, mucho menos, si el único recurso disponible para dotar de legitimidad a las decisiones que se van tomando es la arenga reiterada. A la postre, porfiar en esa lógica no sólo puede convertirse en un disparo al pie sino en el principio de una larga serie de contradicciones: nadie sensato reprocharía al líder de la oposición que reclute partidarios, pero es inaceptable que los puestos públicos sean repartidos solo por afiliación política y lealtad al jefe del Estado y su partido; nadie podría llamarse a agravio si el líder de la oposición utiliza el dinero que tiene disponible para empoderar su causa, pero asignar el presupuesto público de manera selectiva y por razones de estrategia política se llama clientelismo; nadie se rasgaría las vestiduras si el líder del movimiento más fuerte de la oposición confronta abiertamente a quienes buscan descalificarlo, pero usar la voz presidencial para acallar la crítica es el principio de la prepotencia; nadie se sorprendería si la figura más potente de la resistencia se duele del uso de la fuerza pública, pero el jefe del Estado no puede abdicar de usarla con responsabilidad; a veces, el opositor puede improvisar, pero el presidente nunca.

Nadie puede ser, al mismo tiempo, el líder de la oposición y el jefe del Estado. No se puede, no sólo porque se trata de roles diferentes sino porque la presidencia del país es responsable ante toda la nación. Si el presidente, en aras de conservar limpia su conciencia y defender sus convicciones, actúa como si no tuviera en las manos la conducción de las instituciones del Estado y desde ellas descalifica a todos los que se atreven a contradecirlo o criticarlo, si desplaza de sus cargos a quienes no se le someten y mina a los órganos destinados a contrapesarlo, si asigna recursos secando a las instituciones por su desconfianza y usa o desecha las facultades que posee sobre la base de sus preferencias personales, dejará de ser el líder político más prominente para convertirse, lisa y llanamente, en un mal presidente: uno más, con un discurso diferente. Una esperanza hecha añicos.

No dudo de la buena voluntad del presidente. Pero cuando se ejerce el poder, no bastan las palabras para que las cosas sucedan. No basta decir que se acabó la corrupción para verla erradicada, no basta decir que ya no hay desigualdad para que desaparezca y, desde luego, no basta decretar el fin de la guerra contra el crimen para garantizar la paz.


Investigador del CIDE

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