La democracia es el poder del pueblo (por el pueblo y para el pueblo). ¿Pero quién es el pueblo? En rigor jurídico, todas las personas que conviven dentro del territorio, sin más diferencias que aquellas que se desprenden del derecho constitucional, ya sea para respaldarlas por su condición social o para castigarlas por sus faltas o sus crímenes. De ahí en más, todas las personas somos exactamente iguales y todas somos, técnicamente hablando, el pueblo.
Sin embargo, esa definición formal está muy lejos de ser verdad. No sólo porque la igualdad a la que apela la Constitución se contradice cada día con la situación concreta de quienes conformamos ese conglomerado que llamamos pueblo, dividiéndolo y fragmentándolo en muchas realidades diferentes y en tiempos históricos distintos sino porque, en su conjunto, el sustantivo colectivo acaba diluyendo los rasgos singulares de la personas que lo integran: cuando se habla del pueblo, no se habla de alguien en particular sino que se alude a una masa heterogénea y dispareja que no puede expresarse sino a través de la voz, se dice, de sus representantes.
¿Qué piensa el pueblo? ¿Qué dice el pueblo? ¿Qué quiere el pueblo? Lo que piensen, digan y quieran sus representantes, mientras va transcurriendo su mandato. Hay otras voces que han suplido esa quimera: la sociedad civil, la nación, los ciudadanos o la comunidad, tan ambiguas y escurridizas como aquella. Tras la redacción del Articulo 27 constitucional que, entre otras normas, estableció todas las modalidades posibles de la propiedad agraria, Andrés Molina Enríquez explicó que “la Nación había sustituido al Rey” como la propietaria original de todas las tierras y aguas del territorio nacional, emulando la “sapientísima legislación colonial”. ¿Pero quién era la Nación y cómo podía expresarse para decidir a quién asignar tierras y a quién quitárselas? La respuesta del movimiento revolucionario fue: la Nación se expresa a través del presidente y solo el presidente puede decidir el destino de la propiedad. Sí. La Nación sustituyó al Rey, pero su lugar fue ocupado por el titular del Poder Ejecutivo federal.
Lo que nació entonces fue una “monarquía absoluta sexenal, hereditaria en línea transversal”, como la llamó Daniel Cosío Villegas, cuya legitimidad y fuerza nacía del pueblo. ¿Y cómo se expresaba el pueblo durante la mayor parte del Siglo XX? A través del partido de la revolución, que organizó por décadas aquella voluntad nacional que había sustituido al Rey y derrocado al Dictador. O dicho de otro modo: la nación pensaba, decía y quería lo que conviniera al partido revolucionario y a su líder temporal. Algo que también Molina Enríquez había previsto: que México sería gobernado siempre por una dictadura, pero no siempre por el mismo dictador.
La democracia de partidos que se gestó al final del Siglo intentó, pero no logró corregir ese defecto primigenio. Aunque se derrotó la conjugación del pueblo en singular para comenzar a hablar de México en plural, lo que vivimos no fue la reivindicación de ese mosaico enorme de voluntades e individuos con personalidad propia y preferencias singulares —personas de carne, hueso y alma— sino una guerra descarnada por los votos y los números. La democracia convertida en aritmética. ¿Qué piensa, quiere y dice el pueblo? Lo que diga el mayor número de boletas emitidas. ¿Y qué hay detrás de esas boletas? Aparatos de partido. Pudimos ir más lejos, pero esa misma dinámica que confundió personas con boletas arruinó el proyecto.
Porque las personas se volvieron números y los números fuente de legitimidad, hoy el pueblo ha vuelto a ser aquello que describió Molina Enriquez: la Nación que sustituye al Rey. ¿Y quién encarna a la Nación? El presidente. La terca historia, otra vez.