El desprecio que siente el presidente de México por la comunidad académica ha quedado de manifiesto en infinidad de ocasiones. Es una lástima que el jefe del Estado se exprese así de quienes decidimos dedicar la vida a la investigación y la educación superior y sí, también, a la disidencia crítica e informada. Como él mismo suele decir: no es Andrés Manuel sino su investidura la que ha lanzado una ofensiva frontal, cargada de prejuicios y estereotipos, en contra de quienes obtuvimos títulos de posgrado y optamos por incidir libremente, con nuestros estudios y publicaciones, a la solución de los problemas de México.
Esa comunidad no es monolítica. Por el contrario, una de sus principales virtudes es la diversidad de enfoques, métodos y orientaciones y sí, también, es muy diversa en sus preferencias políticas. Esa riqueza intelectual afincada en la pluralidad y en el intercambio de ideas no sólo quiere ser anulada desde el Estado sino que, además, está siendo deliberadamente estigmatizada. En repetidas ocasiones el presidente ha insultado a las y los investigadores que disentimos de sus ideas y ha arengado a los suyos a reproducir sus consignas. En el México discursivo e imaginario de López Obrador, ser hoy profesor investigador de una institución de educación superior equivale a ser un privilegiado ostentoso que vive a costa y en contra del pueblo.
Hubo una vez un ideal en el que estudiar con esmero era motivo de orgullo y el Estado promovía la movilidad social basada en los méritos académicos. De hecho, estudiar más y mejor era, para la gran mayoría, la única vía disponible para aspirar a una vida digna. Aspirar: ese verbo que, degradado en el discriminatorio vulgarismo de “aspiracionista”, también ha sido motivo de escarnio presidencial. ¿Qué otra cosa podía hacer, por ejemplo, el hijo de una secretaria y de un soldado para salir adelante? ¿Esperar a tener una beca de jóvenes construyendo el futuro, hacerse de un microcrédito y luego llegar a la senectud para sobrevivir con la pensión dadivosa a adultos mayores? ¿Tan malo es haber salido de ese destino fatal gracias a las calificaciones obtenidas en las escuelas y al esfuerzo de las familias que lograron sufragar a esos estudiantes?
Conozco a muchos colegas que estudiaron siempre en escuelas públicas –o en escuelas privadas, con el respaldo denodado de sus familias– e hicieron todo lo que pudieron por ganarse un título a pulso; conozco a muchos que optaron por construirse una carrera profesional enseñando e investigando en instituciones de educación superior, con verdadero ahínco; conozco a muchos que se han dejado la piel por ingresar y ascender en el sistema nacional de investigadores y que han preferido seguir su vocación académica, a pesar de todo. Y es que, en efecto, los estudios universitarios han sido por décadas la variable más importante de la movilidad social: el mayor marcador en la escala de los ingresos medios. ¿Eso que impulsó siempre y sigue impulsando a la mayoría de las familias a buscar por todos los medios posibles que sus hijos e hijas estudien, es ahora motivo de vituperio y descalificación?
Es una rotunda mentira que la gran mayoría de los profesores investigadores dedicados a la educación superior seamos ricos y profundamente agraviante que, desde el ejercicio del poder público, se esté promoviendo una campaña de desprestigio y encono social que ya empieza a ser peligrosa. Es muy urgente que la comunidad académica saque la casta y se defienda de esta ofensiva política e ideológica que se ha propuesto destruir carreras completas, avasallar reputaciones construidas con puro esfuerzo y generar una guerra civil entre investigadores en función de su obediencia o de su rebeldía ante el credo presidencial. Así no, presidente.