Es probable que la directora general de Conacyt se haya impuesto la misión de someter a un grupo de académicos rebeldes, hasta alinearlos con los fines que persigue el presidente López Obrador. Quizás consideró que era indispensable enviar a un aliado suyo, decidido a derrotar a quienes se habrían opuesto con sus estudios y sus cátedras al inexorable curso de la Historia (con mayúsculas). Con todo respeto, no era necesario.
A nadie debe negársele el derecho a soñar. Pero la doctora Álvarez-Buylla ha venido combatiendo con fantasmas. Los enemigos que ella ve no son más que un puñado de estudiantes que se ha negado a convertirse en carne de cañón y un claustro que no ha pedido más que libertad de cátedra y de investigación (y un poco de respeto).
Cuando Sergio López Ayllón renunció a la dirección del CIDE, asumiendo que era imposible mantenerse en ese cargo ante el desdén de la titular del Conacyt, esa comunidad entendió que lo mejor que podía sucederle a esa pequeña institución era reconstruir la interlocución perdida con los nuevos dueños del poder político. En el camino, ya se habían eliminado los fideicomisos (formados con recursos que eran producto de los proyectos de investigación impulsados por las y los académicos, con su trabajo), ya se habían cancelado los incentivos a la docencia y la investigación, ya se habían prohibido los seguros de gastos médicos y ya se había estigmatizado a los integrantes de esa casa. Pese a todo, la comunidad encajó esa renuncia con una mueca de dolor y poco más.
El director interino designado por la titular del Conacyt llegó cargado de prejuicios, que se convirtieron muy pronto en juicios y calificativos tan agraviantes como desinformados, e inició el despido de las y los directivos que se atrevieron a expresar públicamente su opinión. En apenas cuatro meses, el interino reveló que concebía su mandato como una purga y una evangelización.
La hostilidad en contra de esa pequeña comunidad de académicos y de estudiantes llegó a ser tan evidente que, llegado el momento de presentar candidaturas para suplir al defenestrado López Ayllón, ninguno de los miembros del claustro se inscribió. Abundan quienes tienen credenciales sobradas para el cargo. Empero, todas y todos asumieron que la doctora Álvarez-Buylla prefería tener en ese puesto a un amigo o a una amiga y entendieron que el solo hecho de haber trabajado para el CIDE en los años anteriores descalificaba a cualquiera. El interino se encargó de repudiar explícitamente a la institución que se había entregado, según su mirada revolucionaria, a la “prostitución académica”.
Ofendida, la comunidad se decantó a favor de la candidatura externa de Vidal Llerenas: un político militante de Morena, que no hizo otra cosa que escucharla. De haberlo designado, la institución habría seguido en sus actividades habituales y habría buscado adaptarse a la nueva dirección. Pero no fue así: ignorando la opinión del claustro, de los estudiantes y hasta del Consejo Directivo de la institución, la doctora Álvarez-Buylla impuso con su autoridad al agresivo y amenazante correligionario: nada ni nadie debía objetar la decisión tomada.
Pero entonces hizo estallar la dignidad de las y los estudiantes del CIDE, que no son esponjas ni prostitutas ni aceptan el pensamiento único. Fue ese grupo admirable de jóvenes el que sacó la casta ante el caudal de ofensas proferidas contra la institución que los está formando. Y esa sí es una gesta que quedará grabada para siempre en la memoria de las luchas universitarias del país. No la de una funcionaria que ha decidido colmar sus fantasías desde el escritorio, haciendo uso del poder burocrático que le ha sido delegado. No es ella, sino ese minúsculo grupo de jóvenes valientes quienes están haciendo historia.