Tengo para mí que las circunstancias ominosas que nos están rodeando podrían producir, a pesar de todo, un efecto favorable para la vida política de México. Es tan evidente que los problemas que nos amenazan no podrán ser resueltos con los medios habituales, que muy probablemente estemos ante la oportunidad de renovar radicalmente las formas de participación, deliberación y organización políticas que han lastrado el futuro del país. Comprendo que esto es exactamente lo que ofreció el presidente para ganar las elecciones: la regeneración de México. Pero a estas alturas del sexenio, ya es obvio que ha preferido el camino de la refundación del presidencialismo autoritario, apoyado por un partido hegemónico impermeable.

El presidente lo ha puesto en términos bíblicos elementales: quien no está conmigo, está contra mí. No cabe ninguna posibilidad de disentir sin confrontar, pues las decisiones que va tomando tienen siempre como justificación el número de votos que reunió en la rebelión electoral que lo llevó al poder y como horizonte, el futuro luminoso que sobrevendrá gracias su voluntad. No hay argumentos sino descalificaciones, no hay datos sino especulaciones y no hay ninguna capacidad para escuchar, excepto el eco de su voz. Lo que al principio parecía una estrategia diseñada para afirmar la autoridad moral de su proyecto, se ha convertido en una práctica cotidiana de polarización deliberada, destinada a separar de tajo entre rebeldes y obedientes.

Sin embargo, la magnitud de las dificultades que ensombrecen al país está sacando del letargo a quienes creían que la política era cosa de unos cuantos políticos profesionales. Un error que produjo otros, como la creencia generalizada de que la política era una actividad inevitablemente sucia que envilecía a quienes la practicaban; o como la idea según la cual, la representación equivalía al dominio colectivo y al uso arbitrario y abusivo de la autoridad. Fue a esa mecánica de oligarquías añosas y mañosas a la que se opuso como líder social, con tanta valentía como visión, el ahora presidente López Obrador: confrontó a los líderes de los partidos y al régimen que produjeron y se convirtió, por méritos propios e indiscutibles, en el portavoz del desencanto generalizado por la corrupción y los magros y contradictorios resultados ofrecidos durante décadas. El candidato de esos años propuso la dignificación de la política, rescatándola de quienes la habían convertido en patrimonio de unos cuantos.

Hace apenas un par de años, todavía era difícil suponer que sería el mismo López Obrador quien descalificaría acremente a quienes participan de la vida pública de México con voz propia y libertad, y quien insultaría a quienes critican sus decisiones o la hegemonía acrítica de su partido. Hace unos días se dolía de que las oposiciones quieran ganar las elecciones del 2021 y de que no estén dispuestas a aprobarle la más absoluta discrecionalidad para utilizar el dinero público de México, como si fuera suyo. Y durante meses, se ha quejado de quienes nos hemos atrevido a disentir o criticar, tratando de meternos a todos en el mismo saco. El presidente y sus voceros oficiales y oficiosos —y especialmente los segundos— han enconado la deliberación y nos han devuelto a los tiempos clásicos del PRI, en los que todo el aparato del Estado se ponía al servicio de la voz y de la voluntad presidencial, como un solo hombre.

No obstante, gracias a su intolerancia, ese grupo está ensanchando cada vez más la convicción de reivindicar de nuevo la política e impedir, entre muchos, que la democracia se someta al designio de uno solo. Que no se sorprenda el presidente: si honrara su memoria y su propia trayectoria, se sumaría gustoso a quienes hemos decidido oponernos, abierta y francamente, al autoritarismo. Nunca más. Nunca atrás.

Investigador del CIDE

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