En el movimiento en el que participo desde el 2016, hace tiempo que nos planteamos construir una cultura de paz. De la deliberación que hemos sostenido y de los seminarios que se han impartido para sumar voces y liderazgos a esa causa (www.nosotrxs.org) retomo cinco lecciones que me gustaría compartir con urgencia, a la luz de la expansión implacable de la violencia vocal, política, mediática y física que está minando la vida de México.
La primera es que la paz no el opuesto de la violencia física (o no sólo eso), sino la construcción de un entorno de convivencia armoniosa. Como en tantos otros temas que alteran la vida pública, los homicidios, los feminicidios, los secuestros, los robos, las extorsiones, los enfrentamientos armados y todas las demás variantes de esa forma contundente de la violencia no son sino el efecto de las causas que la producen. De modo que afirmar que hay más paz cuando se contiene con armas a la violencia física es un error que se paga, literalmente, con sangre. Como la paz porfiriana de finales del Siglo XIX, que contuvo la violencia a cambio de los sepulcros, o como la estrategia que emprendió Calderón al principio del Siglo XXI. La paz es una forma de convivencia: es una cultura, no una frágil situación temporal cogida con bayonetas.
Esa cultura depende, en todo lo que tiene de fundamental, del respeto al derecho. El presidente Juárez sigue teniendo razón: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. ¿Se entenderá algún día? Escatimar, truncar, bloquear, vulnerar un derecho es siempre una derrota para la paz y un triunfo para la prepotencia y para el abuso, a un tiempo, sobre las personas más débiles y sobre el Estado. Defender los derechos fundamentales equivale a garantizar la igualdad sustantiva, a evitar la injusticia y a equilibrar la balanza entre quienes pueden, tienen y quieren más, mucho más, y quienes lo necesitan casi todo.
Empero, la defensa de los derechos no es algo que se consiga individualmente. Para lograrlo es indispensable la acción colectiva: la “vita activa”, le llamó Hannah Arendt, para referirse a la obligación moral de pugnar por esos derechos que nos protegen y nos igualan a todos. De nada –o de muy poco—sirve que una persona haga valer un derecho para sí misma mientras las demás son derrotadas. De hecho, esa es una expresión más de violencia: celebrar individualmente la garantía de un derecho mientras los demás ven vulnerados los suyos; es como adelantar una fila donde cada quien espera su turno. Los derechos se ganan en bola o no se ganan.
Para entender a cabalidad ese punto, hay que asumir el segundo imperativo categórico propuesto por Kant: “Actúa de tal modo que consideres a los demás siempre como un fin en sí mismo y nunca solamente como un medio”. Las personas no son peldaños, ni palancas, ni votos, ni clientelas políticas, ni instrumentos de nadie. Son personas, no cosas que usan para otros fines. Cosificar es, a un tiempo, el principio del esclavismo, del machismo y de la prepotencia política, entre otras violencias inaceptables.
Afirmar la paz no significa, de ningún modo, renunciar a las convicciones sino hacerlas valer —aquí sí vale la redundancia—, pacíficamente. Hablando se entiende la gente, dice un refrán, pero también diciendo y haciendo: andando, que es gerundio —dice otro—. Ghandi nunca llamó a la violencia, pero sí invitaba a sus partidarios a rodear árboles y bailar juntos mientras gritaban, en paz: “¡este árbol no es inglés, este árbol es hindú!”.
No es una tarea fácil, ni mucho menos. Pero está lejos de ser ingenua o trivial pues, literalmente, en esas convicciones nos va la vida. Sin duda necesitamos una revolución, pero una revolución de conciencias. Que así sea.