Ni el Programa de Resultados Preliminares (PREP), ni los conteos rápidos de las autoridades electorales, ni los carteles que se colocan fuera de las casillas, sustituyen el recuento distrital de votos. Estos últimos son los únicos que tienen peso legal para determinar a quienes ganaron una elección. Aquellos otros, en cambio, fueron concebidos para proveer de información rápida y —como su nombre indica— preliminar, para serenar la ansiedad de candidatos y partidos ante la urgencia de noticias. Pero ahora fue al revés: con esos datos, los derrotados se propusieron alegar que hubo fraude.
Los partidos tienen copia de las actas de casilla —o al menos, de las que les interesan más— porque las obtienen directamente de sus representantes y las firman al final de la jornada. Y saben de sobra que las personas que llenan las actas después de ese día largo, cansadas y rodeadas de miradas, pueden cometer errores. Por eso aquellos instrumentos no tienen validez jurídica y tampoco, por cierto, los argumentos construidos sobre esa base por los dirigentes de partido y las y los candidatos que se duelen de haber sido robados.
Si la diferencia entre el primero y el segundo lugar de cada elección es muy pequeña, es razonable que sueñen con revertir los resultados durante los recuentos distritales. Por eso es justo que soliciten el recuento exhaustivo de los votos de todos los paquetes que presenten dudas. El famoso "voto por voto, casilla por casilla" se realiza, de hecho, en esos recuentos distritales. Santo y bueno. También es justo que cuiden todos los paquetes y que se aseguren de corregir los errores cometidos por las y los funcionarios de casilla, ya sea en el recuento inicial que se hace al final de la jornada o en la entrega de paquetes. Para eso son las sesiones distritales: para corregir errores y recontar los votos. Todo lo demás es pura grilla. Y eso lo saben, de sobra, los representantes de partido.
No sé cuál es peor: si la coalición opositora que ha sido derrotada de manera contundente y ahora pretende rescatar su honor con los mismos métodos que criticó desde el 2006, cuando AMLO se dolió del mismo mal (nomás falta que hagan campamentos en Reforma); o los dirigentes de Morena que, a pesar de la victoria, montaron un escándalo y amagaron con violencia en los distritos de Jalisco porque quieren tener carro completo. Los argumentos son idénticos en ambos casos: fotos de las "sábanas", fotos de algunas actas que —según ellos fueron alteradas—, y muchos gritos y quebrantos publicados en las redes. Para Morena, todo estuvo muy bien con los recuentos que dieron el triunfo a Claudia Sheinbaum y los suyos, pero todo estuvo mal en los resultados de Jalisco (¡vaya lógica impecable!); y para las oposiciones, el INE sí se toca, cuando pierden.
Después van por la vida preguntando: ¿Por qué los partidos gozan de tan mala fama? ¿Por qué el Latinobarómetro del 2023 reveló que la gente estaba cansada de la democracia pluralista y que solo un tercio la defendía? ¿Por qué la mayoría dijo, desde entonces, que prefería un gobierno autoritario que resolviera los problemas en vez de una democracia impotente? Y hoy, tras las elecciones parteaguas y ciegos de dolor o de soberbia —respectivamente— repiten y reiteran las conductas que la gran mayoría de las y los mexicanos detestan, en busca de las últimas migajas de poder que van quedando en el camino o, del otro lado, reclamando la conquista completa del Estado.
En el epígrafe a su obra sobre La Segunda Guerra Mundial (que, entre otras, le valió el Premio Nobel de Literatura), Winston Churchill recomendaba: “Ante la derrota, altivez; ante la victoria, magnanimidad”. Aquí no tenemos ni una ni otra. La elección no está en duda, pero los grillos no se han enterado.