Me gustaría tener la más absoluta certeza de que la pandemia terminará y que celebraremos su derrota hacia el final del año: si el 2020 nos tiró, el 2021 tendría que levantarnos. Acumulamos experiencia suficiente para saber que nada podrá volver a ser como antes y aprendimos que las soluciones tendrán que ser distintas. Nuestros catálogos quedaron obsoletos y sería deseable que cobráramos conciencia de ese hecho simple y duro: nada será igual.

Deseo sinceramente que la nostalgia del pasado deje de ser la guía para el futuro, pues quien camina de espaldas acaba tropezando. No digo que rompamos el hilo de la historia —cosa que además sería imposible— sino que aprendamos a vivirla como lo que fue y no como lo que debe seguir siendo, obstinada y tercamente. Querer volver a lo que alguna vez se tuvo o se vivió, por glorioso que haya sido, demerita lo que se está viviendo, nubla el horizonte y cancela la oportunidad de imaginar y construir lo que todavía no existe. Con mayor razón, cuando las circunstancias son inexorablemente diferentes.

Espero que seamos capaces de vencer a nuestros enemigos principales: el miedo, el egoísmo y el encono. Para derrotarlos, las virtudes cardinales de nuestro tiempo han de ser muy similares a las de cualquier otro momento de la historia (el coraje, la prudencia, la justicia y la templanza), pero tomando en cuenta dos diferencias antagónicas: la comunicación global y omnipresente y la ominosa posibilidad de la autodestrucción. El miedo paraliza, en tanto que anticipa el dolor y el sufrimiento que aún no han sucedido y se impone a la esperanza. Los miedosos no pueden ser, al mismo tiempo, solidarios.

Empero, el egoísmo y el encono son adversarios aún más poderosos. El primero privilegia el individualismo, potencia las versiones únicas y bloquea la cooperación con los demás; el segundo anula el diálogo, la comprensión mutua y edifica muros de diferencias irreconciliables. Ambos, hermanados, prohíjan las violencias que no tienen más propósito que impedir la vida ajena para imponer la propia: una sola visión del mundo, sometiendo a quienes opinan, tienen o prefieren algo diferente.

Me parece indispensable que sepamos distinguirlos, porque el año nace con enormes desafíos que podrían agigantarse si no somos capaces de enfrentarlos colectiva y armoniosamente. Por definición, la pandemia es cosa común y sería tan inútil como estúpido querer vencerla de manera individual o buscando sacar provecho de la desventura universal. La más elemental inteligencia aconseja echar mano de todos los medios disponibles —públicos, privados, familiares— para salir de ella lo más pronto posible. Es el sentido común el que nos pide cumplir las reglas básicas para evitar nuevos contagios; sumar todas las fuerzas para obtener y distribuir vacunas; y entrelazar todos los medios disponibles para reactivar la economía. Hay problemas públicos que no tienen soluciones fragmentarias ni parciales: o los abordamos entre todos o nos hundimos.

El año nace, sin embargo, con el sonido de clarines y tambores bélicos. Ancladas entre el pasado antiguo y el pasado más reciente —pero pasado, al fin— las fuerzas políticas se preparan para disputarse la mejor forma de llevarnos hacia atrás: hacia el refrendo del caudillo heroico o la vuelta a la partidocracia, a pesar de que la realidad más evidente nos está gritando que esa ruta nos llevará al abismo.

Me gustaría, en fin, que la gran mayoría despierte del letargo pesimista —plagado de miedo, encono y egoísmo— al que nos llevó el año 2020 y que vuelva a dar una lección de pundonor en este nuevo ciclo, que será definitivo. Que rechacemos con coraje ese pretérito en cualquiera de sus manifestaciones rígidas e inconmovibles y vivamos el 2021 abrazados con sinceridad.

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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