Una vez que se inicia, ya nadie lo puede parar. Es tanto el agravio en contra de los corruptos que basta abrir una primera rendija para que ese coraje fluya a caudales. No lo mueve la sed de justicia sino la venganza; no busca un castigo proporcional a la falta sino el mayor escarnio posible, para cobrarse la indignación y la impotencia mezcladas por tantos años. Se lo ganaron a pulso: creyeron que el país era suyo y que podrían tragárselo a puños; creyeron que la fiesta sería eterna y que nadie podría detenerlos. Pero se les acabó el numerito.
Ahora vendrá otro: el escándalo convertido en reivindicación popular, no sólo para atender el clamor sino para subrayar que el nuevo gobierno es distinto. “No somos los mismos” ha dicho cientos de veces el presidente de la República y, para dejarlo muy claro, durante las semanas siguientes se verá con detalle el tipo de arreglos a los que llegaba la clase política del país y se sucederán las declaraciones, las imágenes y las vergüenzas de personajes de muy alto calibre de los gobiernos pasados. Todo indica, además, que muy pronto el expresidente Peña Nieto tomará el papel protagónico como acusado mayor, ya sea por acción o por omisión: porque hizo o porque dejó hacer.
El problema de los escándalos es que suelen tener vida propia. Es difícil controlar su destino, pues generan expectativas que rebasan la capacidad de control de cualquier grupo político. En un descuido, pueden volverse contraproducentes y si se abusa de ellos, pueden producir vacunas contra la indignación que es, como se sabe, el sentimiento que convierte una conducta particular en asunto de muchos. Cuando se ponen en marcha, la gente reacciona celebrando la caída de quienes se imaginaban fundidos en bronce. Pero una vez que comienza a rodarse la escena, nadie espera menos que la pena más severa posible pues, en la mecánica del escándalo, nadie es inocente de nada. De modo que cualquier castigo menor sería leído, inexorablemente, como una concesión, una trampa o una derrota.
El espectáculo apenas comienza y ya se dice, por ejemplo, que las denuncias formuladas por el señor Lozoya fueron construidas a modo para salvar de la cárcel a los acusados; se dice que el exdirector de Pemex debería estar en prisión; se dice que el expediente será rasurado o acrecentado en función del entorno político y no del valor jurídico de las pruebas; se dice que, por eso, el caso se está manejando directamente por la oficina del Fiscal General y no por la Fiscal Anticorrupción a quien, obviamente, le correspondería despachar el asunto; se dice que habrá acuerdos y cálculos para gestionar toda la información conforme se acerquen las elecciones; se dice que no se trata de administrar justicia sino de sumar votos.
Por otra parte, si eventualmente hubiera castigos para los implicados en este caso, la dinámica del escándalo pedirá más y más y someterá al sistema de justicia a la más contumaz de las críticas por su inoperancia, pues nada será suficiente. Después de un expresidente se pedirá cárcel para el siguiente y luego para el siguiente. No estoy exagerando ni un ápice: así ha sucedido en diez países de América Latina donde el caso Odebrecht no sólo ha generado una interminable secuencia de escándalos sino, paradójica y tristemente, la creciente degradación del Estado. Pero una vez iniciado, ya nadie podrá detenerlo. Bienvenido Odebrecht, es el turno de México.