Nació en el poder, pero empezó a perderlo con el siglo XXI. Sin embargo, en aquel año 2000 el PRI todavía gobernaba 19 estados, tenía el 41 por ciento en la Cámara de Diputados y el 45 por ciento en la de Senadores y seguía siendo el partido con mayor número de ayuntamientos. Perdió la Presidencia, pero conservó la fuerza suficiente para contrapesar al Ejecutivo federal y para obligar a Vicente Fox a negociar casi todas sus decisiones. El PRI no se acabó: cambió de mandos, se volvió federalista, mantuvo sus alianzas y se preparó para recuperar la Presidencia.

Desde el Estado de México, bajo la batuta del llamado “Grupo Atlacomulco”, respaldó a los gobiernos estatales gracias a sus alianzas con el sistema financiero del país —con el apoyo de Banobras— y fue construyendo la candidatura de Enrique Peña Nieto desde la plataforma de algunos de los principales medios de comunicación, con Televisa como estratega principal. En el entorno de la disputa inagotable entre Felipe Calderón y López Obrador, el PRI logró echar mano de su maquinaria financiera, mediática y política para volver a Los Pinos en el 2012. Una vuelta que demostró que el general Cárdenas tenía razón: en política, nadie está completamente muerto, ni completamente vivo.

Llama la atención que los líderes del PRI hayan culpado a Ernesto Zedillo de la derrota electoral del año 2000 y, en cambio, traten con indulgencia a Peña Nieto. Nunca imaginaron, quizás, que podrían perder las elecciones de ese año, mientras que en el 2018 llegaron abatidos, tanto por la impronta de López Obrador como por la larga lista de errores del entonces presidente y la debilidad de su candidato sin carisma. Con todo, la verdadera caída del otrora partido hegemónico comenzó en este sexenio y, tras las elecciones de junio, me parece poco probable que revivan. Si tuviera que apostar, diría que en el mejor de los casos se volverá un partido regional y una oposición testimonial. El viejo PRI está en agonía.

Ofrezco cuatro razones para decirlo: la primera es que, a despecho de la dignidad con la que varios de sus liderazgos tradicionales han respondido a esta derrota, el control del partido lo sigue teniendo Alejandro Moreno Cárdenas, “Alito”, quien se ha propuesto atrincherarse entre los escombros. Cuesta encontrar un político mexicano que tenga más opiniones negativas que ese campechano inefable quien, además, se equivocó al aliarse con el PAN (y el PRD) confundiendo la democracia con la aritmética y se equivocó, otra vez, defendiendo una candidatura dizque ciudadana, mientras su aparato partidario le daba la espalda. Es difícil entender la lógica política de esas decisiones, pero no sus consecuencias.

Por otra parte, el PRI se quedó sin aparato territorial y sin dinero. A duras penas gobierna dos estados y es minoría —ahora sí minoría— en ambas cámaras. Se dice rápido, pero vale la pena recordar que ese partido ha funcionado desde su origen echando mano de sus maquinarias de movilización local, sindical y empresarial, cooptando liderazgos e intercambiando prebendas y lealtades. Más que un partido, fue siempre un aparato de poder. De aquí mi tercera razón: sin aparato, el PRI tendrá que presentarse con alguna plataforma ideológica. Pero ¿alguien sabe hoy qué ideología defiende el PRI? ¿Qué cosa es sin el ejercicio del poder?

Y la cuarta: si el PRD se desfondó cuando buena parte de sus militantes se fueron a Morena, los del PRI pueden correr la misma suerte. De hecho, así ha venido sucediendo una y otra vez: en Morena los priistas han tenido, tienen y tendrán cobijo. ¿Cuántos se quedarán en un barco que se hunde, teniendo las lanchas de rescate al alcance de la mano? No tendremos que vivir por mucho tiempo para atestiguar lo que antes parecía imposible: la extinción del PRI.

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