Hagamos memoria. El 6 de enero de 2021 un Trump eufórico perdió la elección y alegó fraude. Sus seguidores tomaron el Capitolio, sede del legislativo federal estadounidense, donde cinco personas murieron y más de cien fueron heridas. Pero eso no fue todo lo que sucedió. Para probar el supuesto fraude, inventó evidencia, presionó a funcionarios públicos y trató de sabotear el proceso constitucional de certificación de la elección. Algo de esto, me imagino, le huele mal. ¿Puede un presidente en funciones tratar de robarse una elección bajo el manto de un supuesto fraude? ¿Se le deben atribuir responsabilidades a un presidente, quien juró respetar la Constitución al asumir el cargo, cuando se muestra dispuesto a subvertir todo el sistema constitucional para alcanzar el poder?
El sentido común dictaría que sí debe tener alguna responsabilidad y que muchas de sus acciones fueron, simplemente, criminales. Por eso, fue denunciado penalmente por la jueza Tanya Chutkan. Se le acusó de cuatro delitos: conspiración para defraudar a los Estados Unidos, obstrucción de procedimientos oficiales, conspiración en contra de los derechos y obstrucción de la certificación del voto del Colegio Electoral.[1] Como era de esperarse, Trump se defendió. Uno de los argumentos de defensa más poderosos fue que Donald Trump no era un ciudadano cualquiera cuando cometió todos estos actos. Era el presidente de su país. Y en todos los sistemas políticos, los presidentes —así como otros funcionarios de distintas ramas de gobierno— tienen algún tipo de inmunidad constitucional que los protege ante ciertas acusaciones penales. En México, por ejemplo, los legisladores, los ministros, el fiscal general, los consejeros electorales y otros funcionarios enlistados en el artículo 111 constitucional tienen fuero; lo que implica que para que una acción penal proceda en su contra, debe “desaforarse” al imputado a través de una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. A su vez, el presidente en México puede ser procesado por traición a la patria, corrupción, delitos electorales o cualquier otro delito siempre y cuando la acusación proceda en el Senado.
Trump alegó, entonces, que él gozaba de inmunidad por ostentar el máximo cargo de la nación. Que hizo lo que hizo bajo la protección que la Constitución otorga a los actos de los presidentes en funciones. La controversia jurídica así quedó fijada: por un lado, la acusación de los hechos delictivos; por el otro, la defensa de Trump, aduciendo que —independientemente de lo hecho— él goza de inmunidad. Como era de esperarse, la controversia llegó a la Corte Suprema.
Para decirlo rápido, la Corte resolvió que Trump sí gozaba de inmunidad en ese momento. Seis de nueve jueces concluyeron que: “En virtud de nuestra estructura constitucional de división de poderes, la naturaleza del poder presidencial da derecho a un expresidente a gozar de inmunidad absoluta frente a la persecución penal por actos realizados en el marco de su autoridad constitucional conclusiva y preclusiva. Y tiene derecho al menos a una presunta inmunidad judicial para todos sus actos oficiales. No existe inmunidad para los actos no oficiales”. [2]
Eso resolvió la Corte. Ya tocará a tribunales de menor jerarquía determinar qué actos deben entenderse como realizados bajo “autoridad constitucional”, cuáles como “actos oficiales” y cuáles como “no oficiales”. Mientras tanto, la resolución fue muy criticada. Otorgar inmunidad absoluta a ciertos actos del presidente es algo grave. La jueza Sonia Sotomayor fue clarísima en su opinión disidente. En sus palabras: “esta nueva inmunidad de los actos oficiales ahora ‘se extiende como un arma cargada’ para cualquier presidente que desee poner sus propios intereses, su propia supervivencia política, o su propio beneficio financiero, por encima de los intereses de la Nación [...] El presidente de los Estados Unidos es la persona más poderosa del país, y posiblemente del mundo. Cuando utilice sus poderes oficiales de cualquier forma, según el razonamiento de la mayoría, ahora estará protegido de la persecución penal. ¿Ordena al Equipo Seal 6 de la Marina asesinar a un rival político? Inmune. ¿Organiza un golpe de Estado militar para aferrarse al poder? Inmune. ¿Acepta un soborno a cambio de un indulto? Inmune. Inmune, inmune, inmune.”
Y concluye: “la relación entre el presidente y el pueblo al que sirve ha cambiado irrevocablemente. En cada uso del poder oficial, el presidente es ahora un rey por encima de la ley”. En medio de un proceso electoral, y de la crisis de las democracias constitucionales en el mundo; la Corte Suprema decide no limitar el poder del Ejecutivo más poderoso del mundo, sino ampliarlo a tal grado de colocarlo por encima de la ley. Así, fabrican la corona que podría ponerse —al estilo de Napoleón— el propio Trump.
Abogado y analista político
@MartinVivanco
[1] https://www.nytimes.com/interactive/2023/08/01/us/politics/trump-jan-6-indictment-2020-election-annotated.html?t
[2] Trump v. United States, 23-939, https://www.supremecourt.gov/opinions/23pdf/23-939_e2pg.pdf