Lo he dicho públicamente varias veces: yo le hubiera aconsejado a AMLO no acudir a Washington al encuentro con Trump. Se me hace inoportuno e innecesario en este momento. Pero comienzo a entender la lógica de AMLO de haber ido. Mientras escribo esto, la visita continúa y López Obrador nos tiene donde quiere: polarizados y hablando de lo que él quiere. Me explico.

Es obvio que no fue por la entrada en vigor del TMEC. Este ya entró en vigor y no requería de un acto jurídico posterior para su eficacia normativa. Tampoco fue a tratar puntos específicos de la agenda bilateral. Las políticas públicas concretas, tanto a López Obrador como a Trump, los tienen sin cuidado. Si algo requiere ser implementado, se lleva a cabo por los equipos de trabajo de ambos mandatarios. No llegarán a acuerdos específicos sobre migración o seguridad, más allá de lo que ya tenemos, a saber: la total sumisión de México a las órdenes de Washington. En los hechos, somos un tercer país seguro; el muro que detiene migrantes, y seguimos con la guerra contra las drogas que comenzó EE.UU. No hay, ni habrá nada nuevo bajo el sol; por lo menos hasta que gane (ojalá) Biden.

Su visita, pues, fue eminentemente política. Me refiero a política en el sentido más estricto de la palabra: de aumentar poder entre su base, afianzarla. Mientras partes del país están literalmente en llamas en manos del crimen organizado; todos estamos discutiendo el sentido patriótico de nuestro Presidente. En el momento que la economía y el empleo se desploma; discutimos la semiótica, los símbolos de la visita: si le regaló tal o cual bate de béisbol, si las comparaciones históricas de su discurso son acertadas. Mientras el manejo de la pandemia es un desastre; nos tiene tratando de descifrar qué quiso decir cuando le dijo al Presidente más antimexicano, xenófobo y agresivo de los últimos tiempos que le agradecía la “comprensión y el respeto” que le ha tenido al pueblo de México (el chiste se cuenta solo).

Nos tiene donde quiere porque sabe que parte de la ciudadanía, su base electoral, se alimenta de la controversia, de sus gestos y de su gesta. A ellos no les importan los hechos, sino los símbolos, la emoción.

Algunos -los más encumbrados y que opinan en los medios de comunicación y redes sociales- se sienten bien saliendo del lugar común, recitando conceptos que no entienden, yendo contracorriente y denunciando un pasado del que muchos fueron tributarios. Ensalzan el castrismo y el chavismo, lanzan diatribas contra el imperialismo yanqui en sus sobremesas, pero se emocionan al ver a AMLO junto a Trump, dándole un espaldarazo electoral. No importa que sea una contradicción total; eso es lo de menos. Es más, después de hoy, tengo la impresión de que muchos de MORENA, si pudieran, votarían por Trump simplemente para sentir el frenesí “antiestablisment”. Pero para otros, los más, el lopezobradorismo sigue siendo el movimiento de la dignidad, del reconocimiento.

La diferencia de unos y otros es importante. Los primeros caen en la charlatanería y en zalamería burda. Los segundos tienen un reclamo legítimo y todavía tienen tantas ganas de creer en AMLO que eso rebasa hoy todo sentido de realidad. Quizá ese sea el logro más emblemático de AMLO: haber creado una emoción compartida. Haberse erigido como símbolo de identidad política más allá de los hechos concretos. Esa emoción no la menosprecio, al contrario: es poderosísima en política y AMLO lo sabe. Por eso fue a Washington, por eso su espaldarazo a Trump.

El problema que AMLO se está tornando únicamente en eso, en una emoción. Y si la política es, entre otras cosas, la capacidad colectiva de racionalizar las emociones para cambiar la realidad, me temo que la realidad de esos que legítimamente siguen fincando sus esperanzas en AMLO empeorará. Mitterand solía pedir que se le juzgara por sus resultados, es decir, por las realidades concretas que logró cambiar, no por las emociones que despertó.

Eso es lo importante, que no se olvide.

@MartinVivanco

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