Toda reflexión sobre el futuro resulta peligrosa. Nada hay en nuestro presente que nos permita inferir nuestros mañanas. Sin embargo, los seres humanos continuamente actuamos con base en predicciones, escenarios y futuros posibles. Acaso la discusión más acalorada en la actualidad es sobre el impacto que tendrán en distintos ámbitos de nuestra vida los nuevos modelos de lenguaje programados con algoritmos de la inteligencia artificial (IA), como Chat GPT, Google Bard y LLaMA. Hay quienes auguran una verdadera crisis existencial. Veamos.
Hay que tener en claro de qué estamos hablando. Las nuevas tecnologías son grandes modelos de lenguaje (Large Language Models) que aprenden mediante algoritmos de aprendizaje automático. Sus respuestas son predicciones estadísticas sobre las secuencias de palabras que podrían responder a una pregunta y se basan en el análisis de una enorme base de datos que contiene muchos libros y cantidades ingentes de texto del internet. Analizan los textos y las preguntas que hacemos a partir de las conexiones sintácticas del lenguaje. Es decir, los modelos de lenguaje no piensan tal cual, sino que su algoritmo calcula una respuesta probable a partir de la conexión de datos que arroje la estructura de la propia pregunta y de todo el texto que conoce. Además, y esto es importantísimo, su algoritmo le permite ir refinando las respuestas a partir de las interacciones con los usuarios.
La alimentación diaria de datos de las interacciones en forma de 25 millones de usuarios diarios pone a estas tecnologías en constante evolución. Juan Enríquez Cabot lo ilustró muy bien en una conversación con Ana Paula Ordorica. Dice Cabot que hoy estos modelos de lenguaje tienen una “inteligencia” equiparable a un IQ de 103 puntos, que es el coeficiente intelectual que tiene una persona promedio. Pero en unos meses, debido a su dinámica dialógica, podría tener un IQ de 140 o 150 (lo que tenía Einstein) y en unos años, agrego, quizá podría alcanzar un IQ de 3000.
Harari dice con razón que algo así es difícil de concebir para cualquier ser humano. Simplemente no tenemos la capacidad cognitiva para imaginar algo de esta magnitud y de entrever sus riesgos. El desarrollo de estas herramientas se da de manera exponencial: una velocidad casi imposible de asir. El historiador israelí no se muestra muy optimista respecto a esta tecnología porque al ser una cuyo objeto primario es el lenguaje, entonces “la inteligencia artificial está apoderándose de la llave maestra de la civilización, desde las bóvedas de los bancos hasta los sepulcros sagrados”. Porque somos, en gran medida, lenguaje.
“¿Qué es lo que significaría para los humanos, continúa Harari, vivir en un mundo en el cual un gran porcentaje de las historias, melodías, imágenes, leyes, políticas públicas y herramientas fueran diseñadas por una inteligencia no humana?” Somos las historias que nos contamos, actuamos con base en ellas, vivimos acorde a ellas. De ahí destila nuestra cultura y, sin exagerar, el sentido de nuestra existencia. Imaginemos un mundo en que la cultura sea pergeñada especiosamente no por humanos, sino por inteligencias artificiales. Los fines y valores a través de los cuales guiamos nuestra vida no serían producto de nosotros mismos, sino de un ente externo no humano. La IA podría manipular el lenguaje y, por tanto, nuestras vidas.
Más aún, la IA amenaza a la democracia, ya que ésta “es una conversación, la conversación descansa en el lenguaje, y cuando el lenguaje es hackeado, la conversación se desmorona, y la democracia se vuelve inalcanzable”.
¿Conviene pausar el desarrollo de esto para reflexionar sobre sus consecuencias, como sugiere Harari y los firmantes de una carta en este sentido? Teóricamente creo que sí, pero en los hechos es casi imposible. La revolución tecnológica no camina en la pista de la prudencia. Es mejor adaptarnos, regularla lo más rápido posible y usarla para mejorar la humanidad.