Todo pasó como no debía haber pasado. Algunos dicen para consolarse que la “crisis” del Tribunal Electoral está resuelta. Pero tenemos que aprender a mirar la realidad a la cara. Ponernos frente al espejo y reflexionar lo sucedido en los últimos días. El Tribunal pasa por un momento delicado resultado de muchos descuidos que vienen de antaño: de aquellos polvos, estos lodos. Empecemos por lo inmediato.

En esta última semana hemos visto episodios dignos de una serie de Netflix. La defenestración del presidente del Tribunal por sus pares, el desconocimiento del primero a este movimiento tachándolo de Golpe de Estado, la elección de otro presidente que recayó en la figura de Reyes Rodríguez. Posteriormente, vimos la mediación –extraña, extrajurídica- del presidente de la Corte, al tiempo que declaraba lo que muchos clamábamos desde hace meses: que no se iba a prestar a la inconstitucional ampliación de su mandato. No podía faltar la participación del comunicador principal de este país. AMLO no dejó pasar la oportunidad para señalar que toda la obra es signo inequívoco de la podredumbre que hay en todos los rincones de la judicatura. Finalmente, vimos a un (ex) presidente Vargas aceptando su remoción y la elección de un presidente interino hasta el primero de septiembre.

Los problemas no son pocos ni de un solo tipo. El primer acto, en donde destituyen a Vargas, no cuenta con asidero legal ni constitucional. Ni la ley ni la Constitución prevén que una mayoría de magistrados pueda remover al presidente, sólo prevén su reemplazo en caso de renuncia o ausencia -cosa que, en un inicio, no se dio. Tampoco sabemos el contenido de las conversaciones que sostuvieron Vargas y el presidente de la Corte, Arturo Zaldívar. Días antes Vargas fue enfático en que iría hasta las últimas consecuencias jurídicas para demostrar la ilegalidad de la medida de sus pares; horas después de la conversación –repito: sin ninguna relevancia jurídica– aceptó hacerse a un lado. Después hubo una encerrona de horas entre los magistrados y –ahora sí, después de las renuncias de Vargas y Reyes Rodríguez– nombraron a Fuentes como presidente interino hasta el primero de septiembre. Todo este embrollo, donde se entrelazan cuestiones jurídicas y extrajurídicas, mina -todavía más- la legitimidad del Tribunal.

¿En qué momento llegamos a este punto? Desde el 2007 ha habido una serie de obras colectivas que retratan cómo el Tribunal no ha estado a la altura de su tarea constitucional.

Empezando con desaseo en el nombramiento de los magistrados electorales; hasta la ampliación ilegal del mandato de los mismos, avalado tanto por el poder legislativo, como por el máximo tribunal. Además, las múltiples sentencias con criterios incoherentes, inconsistentes y con un déficit enorme de calidad argumentativa (el ‘morenagate’, la elección de Coahuila, el asunto del Bronco y su candidatura independiente, el intento de revivir al Partido Encuentro Solidario, y un gran etcétera). Estos dos factores: la falta de prolijidad a la hora de los nombramientos y la debilidad argumentativa y técnica de sus sentencias, han dinamitado la legitimidad del Tribunal Electoral. Si bien es cierto que la justicia electoral es más proclive y debe responder a sensibilidades propiamente políticas, no debe llegarse al punto en que la política capture al derecho electoral. Al contrario, el derecho debe domar al poder político.

Acaso esta sea la última oportunidad que tienen los magistrados y la clase política de dar un soplo de vida institucional a esa entidad fundamental del Estado mexicano. Se requiere no de una decapitación constitucional (como se hizo con el INE después del 2006 y ya AMLO insinuó algo parecido) ni tampoco de cirugía mayúscula. Más bien: una sacudida de conciencias entre los principales operadores de la justicia electoral mexicana. No sólo me refiero a los magistrados, sino a todos aquellos que participan en la justicia electoral y con su actuar la moldean: desde abogados postulantes, actores políticos, partidos políticos, candidatos y candidatas, autoridades de los tres poderes –en primerísimo lugar, por supuesto, AMLO. Todos ellos han permitido que la política capture al arbitro electoral. Parafraseando a Garza Onofre y Martín Reyes: de repente parecería que nos encontramos dentro de un juego de futbol sin porterías o en una carrera de coches sin meta, en donde no sabemos qué está permitido y cuáles son los parámetros de certeza jurídica más básica. Esto ha sido así por la convergencia de intereses de toda índole que han hecho lo necesario para encontrarle envoltura jurídica a disparates netamente políticos. Si no empezamos a cuidar y a tomarnos en serio al árbitro corremos el riesgo, no ya de perder el juego, sino de dejar de jugar en canchas democráticas.

Por último, obviamente la mayor responsabilidad recae en los magistrados. A partir de hoy –y ya van tarde– tienen que demostrar que harán algo tan básico que a veces se nos olvida: demostrar su independencia e imparcialidad. Que, como dice Aguiló, no es otra cosa que el deber que tienen de “obedecer el Derecho”, esto es, resolver sus asuntos conforme a normas, precedentes, criterios lógicos y de coherencia argumentativa. Porque correlativo a ese deber de obediencia al Derecho está el derecho de todo ciudadano a ser juzgado desde ese mismo Derecho (con todos los elementos ya dichos) y no desde factores exógenos al mismo como lo son la ambición de poder, de dinero, de protagonismo y la política pura y dura. Así de básico y, en este momento de captura política, también así de complicado.

1. Córdova Vianello, Lorenzo y Pedro Salazar Ugarte, coordinadores. (2009). La democracia sin garantes: las autoridades vs. la reforma electoral. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM; Concha Cantú, Hugo Alejandro y Saúl López Noriega, coordinadores. (2016). La (in)justicia electoral a examen. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM; Garza Onofre, Juan Jesús y Javier Martín Reyes, coordinadores. (2021). Ni Tribunal ni Electoral . Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM

@MartinVivanco
Abogado y analista político

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