Hoy no será día de fiesta en la alianza opositora. Aunque salgan a los medios y digan que todo “está bien” y que su convenio pervivirá hasta 2024, lo cierto es que el PRI hoy se convierte en un partido minoritario, con el menor poder desde 1929. Sólo gobierna dos entidades: Coahuila y Durango, que juntos representan el 3.8% del electorado. El PRI pasa a gobernar el menor número de habitantes en su historia. Algo similar le pasó al Partido del Congreso en la India, que pasó de la mayoría aplastante de Nehru a ser una oposición sin poder contra Modi. Si el priismo estaba en cuidados intensivos, ahora pasa a la agonía
El PAN, por más que diga lo contrario, estará aquilatando todo. Dudo que su presidente nacional reflexione mucho en clave histórica, pero algún militante se preguntará cómo llegaron a su situación actual: de ser el principal opositor de todo lo que representaba el PRI, a ser su salvavidas. Hoy es el PAN quien le da oxígeno al PRI y además quien paga el hospital en moneda de reputación. Están a punto de perder el partido no por ganar el gobierno —como advertía Luis H. Álvarez—, sino por querer salvar al PRI. Se necesita ser muy ingenuo para no darse cuenta cómo la falta de identidad, de proyecto, de claridad de propósito se traduce en el desdén de su militancia y de toda la población. Basta con ver los porcentajes de votación. El partido en el que los argumentos pesaban, en donde sí se debatía y cuyos militantes luchaban con saliva, sudor y suela, hoy está a punto de reducirse a una organización a la orden de la nomenclatura priísta.
PAN, PRI y PRD se aliaron a costa de perder y de perderse. Los resultados están a la vista: MORENA gobernaba tres entidades en 2018, hoy gobierna 23. Las coaliciones electorales no son malas en sí mismas, pero deben pensarse de tal modo que tengan sentido, que adquieran un significado más allá de la aritmética electoral. En Chile la coalición que se hizo para sacar a Pinochet en el 89 —la Concertación de Partidos por la Democracia—, no fue sólo eso, se trataba de hacer justicia, de transitar a una verdadera democracia, de lograr una vida colectiva tranquila y donde todos tuvieran cabida. Ese era el sentimiento general y por eso tuvo sentido una alianza en donde cupieron desde los partidos socialistas hasta los demócratas cristianos. Por más que la Alianza quiso vender esa idea, falló porque simplemente no conecta con lo que la mayoría de los mexicanos y mexicanas ven en el gobierno de AMLO. La mayoría de la población está de acuerdo con el presidente y no quiere volver al pasado. La peor estrategia posible es, entonces, centrarse en el presidente y ofrecer, precisamente regresar al fracaso del pasado. Y no sólo ofrecerlo, sino encarnarlo.
No quiero decir que no sean graves las señales que se emiten desde Palacio Nacional. Lo son. Lo que digo es que la estrategia debe construirse a partir de la realidad y no pretender que la realidad se adapte a la estrategia. Lo que pasa en la cabeza de las dirigencias de los partidos tradicionales es distinto de lo que piensa la mayoría. Una preocupación política no es una electoral, por más legítima que sea la primera. Hay que defender al INAI, al INE, a la Corte, pero es ilusorio pretender que esa defensa interpele y movilice electoralmente a los millones de mexicanas y mexicanos que viven en la miseria. La defensa de nuestra democracia pasa por hacerla concreta, real; pasa, además, por hacer del concepto una emoción. Esa es la política electoral: una política de las emociones. Y el pasado no emociona a nadie.
Empieza hoy la ruta al 2024. Algunos insistirán en la alianza y seguirán enfrascados en hacerla viable mientras el oficialismo seguirá en campaña ilegal. Pero otra opción es posible: que los institutos políticos capten y encaucen el realineamiento de las fuerzas sociales, de todas esas voces que hoy no encuentran espacio. Para que ese realineamiento social se torne en uno político. La batalla del 2024 no será de membretes, sino de verdaderas fuerzas políticas.
@MartinVivanco
Abogado y analista político