Hace unas semanas, un grupo de legisladores de MORENA presentó una solicitud de juicio político en contra de cuatro ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Argumentan —es un decir— que los ministros no se han bajado el sueldo y por tanto violan el principio de “austeridad republicana” y el artículo 127 constitucional.
El diputado morenista Manuel Robles señaló que su objetivo es “hacerle un llamado a la Corte para que los ministros dejen de estar en contradicción con la voluntad de un [sic.] pueblo de México y de la [Cuarta] Transformación”. En otras palabras, se trata de una amenaza velada y curiosa: desde un legislativo, en principio independiente, se le exige al judicial —también independiente— abandonar su mandato constitucional y ceder ante el presidente. Por si no era clara la referencia al designio presidencial, la diputada Adriana Bustamante añadió que la Corte “se ha inmiscuido en el trabajo del Legislativo y del Ejecutivo”. Alegó al respeto del trabajo dividido de los tres poderes —no se ría—.
En Argentina pasó algo similar: el Ejecutivo presentó una demanda de juicio político en contra de la Corte Suprema. Roberto Gargarella publicó un texto donde reflexiona sobre el fondo del problema y pone en la mesa un tema que pasa desapercibido en las discusiones de arquitectura constitucional (https://bit.ly/47TamsP). Él sostiene que el sistema de pesos y contrapresos de nuestras Constituciones incentiva más el conflicto que la cooperación porque “cuanto más concentrado está el poder, más importa obtener o retener los cargos ejecutivos, destruyendo a —antes que cooperando con— el adversario”. El caso mexicano ilustra esto perfectamente: el juicio político está motivado, en gran medida, porque la Corte echó para abajo el Plan B, una batería de reformas que favorecía electoralmente al régimen para concentrar más poder.
Este problema no es reciente. La constitución estadounidense desde su confección incentivó más la disputa que la concordia. La idea era otra, por supuesto. Alexander Hamilton quería “usar la Constitución para favorecer la paz social, evitando las ‘mutuas opresiones’”. James Madison apeló a una especie de mano invisible en el plano constitucional: los funcionarios se autolimitarían a su competencia bajo el entendido de que todos pueden frenar los excesos de los demás. De ahí que a cada rama de gobierno se le dio una serie de armas constitucionales: el veto presidencial, el juicio político, declaración de invalidez, etc.
Lo que no previeron fue el ánimo combativo que suele invadir a quienes detentan el poder. Y especialmente en la circunstancia actual cuando uno de los sellos del populismo es el conflicto y la confrontación permanente. Así, bajo una lógica de guerra, el “bloqueo mutuo” sería la regla y no la excepción. Esta es la dinámica que impera en México. Lo podemos ver en las afrentas contra el INE, el INAI y la Corte. Tenemos un Ejecutivo que no sólo expone un conflicto retórico o mediático, sino que lo detona a través de los resortes constitucionales que tiene a su disposición. Quiero decir que el sistema no tiene cómo absorber el ánimo de confrontación y bajarlo de intensidad, sino que una vez adoptado puede proyectarse en el plano institucional. Esto es lo grave.
Necesitamos repensar nuestro sistema de checks and balances y también pasar factura a quienes hoy detentan el poder con el perenne ánimo de confrontación. En palabras de Gargarella que aplican a México: “el impulso dado al juicio nos refiere a una administración desorbitada […] para la que (lo sabe) no va a encontrar respaldo institucional, y con el solo fin de ofender, embarrar y deslegitimar al máximo tribunal de la Nación. Ello, mientras ese mismo gobierno se muestra impávido e inmovilizado frente a una crisis [(en nuestro caso) social y de violencia]. El edificio social se cae a pedazos, y el Gobierno usa las […] energías políticas de las que dispone para agredir a aquellos (casi todos) a los que identifica como sus adversarios”.
Abogado y analista político
@MartinVivanco