La discusión de los últimos días me ha hecho recordar con nostalgia mis años universitarios. Estudié en la Escuela Libre de Derecho. Una de las instituciones con más prestigio y tradición en este país. Al entrar a su edificio en la calle de Dr. Vértiz, sentías el peso de la historia. En sus muros, en sus paredes y en sus puertas se encuentran los nombres de abogados y abogadas que dieron su vida por la Libre. Pero poco tardabas en darte cuenta de que no sólo la habían dado por la escuela, sino por el Derecho. Así, con mayúscula. Iban a la cátedra convencidos de que formaban parte de algo que los trascendía, que eran parte de una de una comunidad dedicada a custodiar el saber de incontables generaciones sobre el instrumento civilizatorio más importante que hemos construido los seres humanos, el Derecho.

Hoy que tanto se discute sobre jueces y poder judicial, duele ver cómo no se le prestan oídos a la comunidad de abogados y abogadas. Dolosamente se ignora la complejidad del fenómeno jurídico, su profundidad técnica y teórica. No di crédito cuando en una mañanera de julio el presidente espetó en contra de los requisitos de experiencia laboral: “¿Qué, es muy compleja la impartición de justicia?” Se piensa que el operador jurídico es una especie de robot, un autómata a quien le basta constatar un conflicto social e ir a los códigos y las leyes para encontrar una respuesta. Se tiene el problema, se encuentra la norma aplicable, se aplica y ya: se resuelve el problema como por arte de magia. ¿Cuál sería, pues, la dificultad?

Más allá de cómo lleguen las juzgadoras y juzgadores al puesto (que no deja de ser crucial), se ignora la tradición de la que hablo: el río de convenciones, prácticas, lecturas, teorías y operaciones que le permiten a alguien desarrollar un criterio propio acerca de lo jurídico. Qué asunto tiene o no relevancia jurídica no es una cuestión fácil. Hay que saber qué buscar y dónde buscar. Vivimos en medio de verdaderos océanos normativos. Después hay que entender la norma, su estructura, su relación con otras normas del propio sistema y su relación con la realidad. Suena fácil, pero para lograrlo se le deben dedicar años. Hay que dotar de sentido a la mar normativa. Hay que conocer las razones del nacimiento de las propias normas: qué se pretendía regular y por qué. Hay que digerirlas, encontrar su lógica subyacente y conocer qué buscan proteger, es decir, los principios y valores a los que se deben. Esto implica ir a los debates parlamentarios, conocer la historia política de ese momento. Y hay que conocer la realidad social para poder calificar los hechos que se van a encuadrar en las distintas hipótesis normativas.

El buen abogado, por supuesto, no sólo debe conocer de leyes. Es famosa la anécdota de un joven que le pide consejo al juez de la Corte Suprema, Felix Frankfurter. El estudiante le pregunta cómo ser un abogado competente. El juez le responde: “la mejor manera de prepararse para la carrera de derecho es siendo una persona letrada. Solamente así puede adquirirse la capacidad de usar el idioma en el papel y en el discurso, con los hábitos de un pensamiento claro que solo una educación liberal puede brindar”. El juez le dice que lea poesía, aprecie buen arte y escuche buena música, ya que eso amplía la experiencia de lo humano. Me interesa la anécdota para subrayar que la abogacía es también una disposición del espíritu. El que dedique su vida al Derecho debe desarrollar cierta templanza ante el mundo. Un sosiego que proviene de haber leído, reflexionado y visto mucho, y de saber que, al final, lo que nos queda son las normas que nos permiten vivir, convivir y conmovernos ante las injusticias.

Todo esto hoy se echa por la borda. Nada más alejado de la templanza requerida en la impartición de justicia que someterla a la política electoral. Durante años me he movido entre ambos mundos: la política electoral y el Derecho, y les puedo decir que no hay nada más antitético. La política electoral es el reino de las pasiones y de lo inmediato. La impartición de justicia debe ser el reino de la templanza, la ecuanimidad y el largo plazo. La política electoral busca la popularidad, el aplauso inmediato; el Derecho busca resolver un conflicto social, a menudo a costa de la popularidad. A la política electoral le interesan los votos y la obtención del poder; a la impartición de justicia le interesan los derechos y la justicia. Son dos idiomas distintos, que responden a racionalidades distintas. Pretender unirlas es no entender ni una ni la otra.

Llevo más de 20 años estudiando Derecho, hoy lo hago en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Y hay una especie de nubarrón que invade las aulas, como una neblina de incertidumbre total. Los libros clásicos sobre derecho constitucional o administrativos están a punto de convertirse en libros que servirán, si acaso, para la consulta de los historiadores del derecho. Esto no es una defensa al estado de las cosas; al contrario, creo que hay mucho por mejorar. Pero sí es una defensa de esa cultura jurídica y constitucional que no es producto —como nos dicen una y otra vez— de las élites malvadas, sino de siglos de aprendizaje sobre lo social, sobre nosotros mismos.

@MartinVivanco

Abogado

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS