Esta semana se asignarán los diputados y senadores de representación proporcional que le corresponden a cada fuerza política. Este ejercicio lo hará el INE y, en caso de impugnación —que seguramente habrá—, la deberá hacer el Tribunal Electoral. No es sencillo lo que deben hacer. Toda la discusión pública que se ha dado respecto a la sobrerrepresentación y la traducción de votos en escaños o curules, deriva de un problema de interpretación.

Interpretar es desentrañar el significado de algo. Todos interpretamos, todo el tiempo. Son los significados comunes lo que nos permite cooperar socialmente. Pero cuando se interpreta jurídicamente algo —por ejemplo, el concepto de “libertad”— el significado no emana de un objeto o una realidad empírica (no hay libertades que podamos ver y tocar) sino de significados construidos socialmente. Y usted deberá escoger, entre esos significados, el que le parezca mejor, el más correcto. Sin embargo, en derecho constitucional muchos conceptos a interpretar no son pacíficos. Son lecturas que devienen de cierta concepción política con la que usted, eventualmente, tendrá que justificar el significado del concepto normativo en cuestión. Para decirlo de otra manera: la interpretación que escoja lo compromete con una cierta visión del mundo político.

Ahora bien, el INE y el Tribunal tienen el reto de interpretar todo nuestro marco constitucional en aras de asignar los espacios de representación en el Congreso de la Unión. Lo que quiero resaltar es que no se trata sólo de un tema de sobrerrepresentación, ni del número de escaños y curules que le tocaría a tal o cual fuerza política, sino del tipo de régimen político que nuestra Constitución efectivamente prevé. Lo que deberán decidir es si nuestra Constitución privilegia la construcción de mayorías (aunque sea artificiales), o la protección de las minorías políticas. Esa es la cuestión.

Si de una lectura de todas las disposiciones normativas relevantes (constitucionales y legales) nuestras autoridades electorales interpretan que nuestro régimen favorece la construcción de mayorías artificiales, digamos, para favorecer la gobernabilidad; entonces podrían aceptar que una fuerza política tenga un porcentaje mucho mayor de diputados y senadores que lo que el voto realmente les dio. Y quien vote así, deberá hacerse cargo de todo lo que esto implica: subrepresentación de las minorías, valor diferenciado del voto ciudadano, validar transferencias de votos entre distintas fuerzas políticas mediante convenios electorales (distorsionando la fuerza electoral real de cada partido), y una concentración de poder enorme en una sola fuerza política que no deriva del voto popular, sino de convenios celebrados por las cúpulas partidistas.

En cambio, quienes opinen que nuestro régimen constitucional está diseñado para proteger a las minorías, para darles voz y poder frente a las mayorías; entonces podrían ajustar los espacios de representación para que estos se acerquen más a la voluntad popular expresada en las urnas. El principal argumento de quienes pensamos así es que nuestro sistema constitucional está pensado para que las minorías puedan expresar siempre su descontento político y constitucional. No es casualidad que las acciones de inconstitucionalidad pidan un 33% de los integrantes de las cámaras para que procedan. Todo el sistema se pensó para que las minorías siempre estuvieran en la posibilidad de detonar este mecanismo de control constitucional. No es casualidad que la Constitución diga que la sobrerrepresentación no puede ser mayor a un 8%. No es casualidad que la Constitución diga que una sola fuerza política no puede tener más de 300 diputados por ambos principios. No es casualidad que la ley diga que nuestro sistema de representación proporcional debe ser un modelo “puro”, es decir, que refleje lo más exactamente posible los votos de cada fuerza política. Y no puede ser que, mediante convenios partidistas y operaciones de transferencias de votos, se le pretenda dar la vuelta a toda esta madeja normativa de índole constitucional y legal. Eso es, a todas luces, un fraude a la Constitución y la ley.

El INE y el Tribunal tendrán que optar por una de las dos interpretaciones. Pero no sólo optar, sino justificar su corrección constitucional y responsabilizarse de la misma. Para mí no hay duda: es la segunda opción. Los electores no le dieron un cheque en blanco al oficialismo. Le dieron un poder enorme, sí, pero no al grado de atropellar y anular a las oposiciones. Simplemente no tienen los votos y, por lo tanto, ése no fue el mandato popular. Quienes opinen lo contrario tendrán que justificarlo y soportar el juicio de la historia, acaso el más duro de todos los juicios. Y el que más importa.

Abogado y analista político

@MartinVivanco

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