Es ya lugar común decir que en México “no hay oposición”. Jesús Silva-Herzog Márquez hace dos semanas escribió en su columna que los partidos de oposición “son las envoltura de algo que ya se perdió”, frutas que han “quedado reducidos a sus cáscaras”.1 La imagen presentada coincide con el aire de nuestros tiempos, pero el diagnóstico no refleja la complejidad de nuestra situación actual.

La marcha es una estampa de esta complejidad. El pretexto para convocarla fue conmemorar la expropiación petrolera, pero la verdadera razón era responder a la marcha ciudadana de hace unas semanas. La respuesta lució el poder formidable del aparato de movilización que se dirige desde Palacio Nacional. Esto es lo que pasa casi a diario en nuestro paisaje político. Cualquier acto de las oposiciones es sofocado por el Presidente. Lo que no se ha entendido es que la forma de ejercer el poder de AMLO es incompatible con lo que pasa en un régimen democrático mínimamente liberal, en donde las mismas reglas posibilitan a la oposición erigirse como un contrapeso que equilibre el poder ostentado por el Ejecutivo.

Nadia Urbinati analiza de manera brillante las fibras del populismo desde la óptica del sistema representativo. Su tesis es simple: el populismo transforma la representatividad.2 El representante pasa de ser un mandatario y se convierte en la encarnación del pueblo. Esta forma de entender el poder político busca disolver la distinción entre el pueblo y el gobernante, lo que genera una tensión enorme al propio régimen hasta llevarlo al punto de la rotura. Entiendo por régimen al sistema de gobierno construido por instituciones y reglas —formales e informales— que determina cómo se distribuye el poder en una sociedad, qué facultades tiene y cuáles son sus valores y objetivos. Y es que el populismo no sólo modifica las reglas formales de la democracia (el mejor ejemplo es el autoritarismo electoral que se pretende instaurar con Plan B) sino también las actitudes y los comportamientos de los agentes políticos frente al propio sistema.

Van algunos trazos de la personalidad populista. El populista desdeña cualquier mediación entre el “pueblo” y él, por eso arremete contra cualquier institución representacional, como los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad civil. Detesta los límites de su poder, por lo que busca debilitar a los contrapesos del régimen democrático, como el Poder Judicial, el Congreso y los órganos autónomos. Rechaza la pluralidad social: para que él pueda encarnar la voluntad popular, ésta debe ser uniforme y discernible. Los activistas, las colectivas feministas, y demás líderes sociales evidencian que esa noción de “voluntad popular” es falsa y por eso los desdeña.

El problema es que en el libreto de la democracia liberal no hay instrucciones que mencionen cómo combatir los embates de esta naturaleza. Por un lado, la primera reacción de las oposiciones es la defensa de estos acuerdos básicos, de las precondiciones de la democracia. Pero en el discurso político la defensa destila un tufo conservador. Parecería que sólo se busca mantener el status quo. La propia dinámica populista sitúa a las oposiciones en una posición eminentemente reactiva. Por el otro lado, las propuestas y los actos de oposición se diluyen en una arena de combate cuyo perímetro y reglas son constantemente modificados por uno de los combatientes. AMLO no tiene empacho en cambiar las reglas del juego a su conveniencia. No importa si miente, si daña, si se contradice. Es tal su conexión con la gente y tan burda su forma de ejercer el poder que casi siempre se saldrá con la suya.

Ante esto, las oposiciones se encuentran en una situación sumamente compleja; en primer lugar porque hay una asimetría enorme de poder. El poder que da todo el aparato estatal conjugado con la desfachatez populista de AMLO es enorme. En segundo lugar, porque no hay acción opositora que no pueda ser respondida de forma apabullante por AMLO. Si se marcha, él marchará más. Si se ataca, él contratacará en la mañanera y pulverizará. Si se impugna algo, él amedrentará a jueces y juezas y amagará con la desaparición institucional vía la reforma constitucional. Lo que quiero decir es que no es que la oposición no exista, sino el estilo populista altera el régimen al grado de moldear también a la oposición a su conveniencia. Al crear él las reglas, también pone la pauta para la oposición y la invisibiliza a su gusto.

No importa que en todos lo que va de su administración se hayan presentado 18 acciones y controversias constitucionales contra el Plan B, o que haya 10 impugnaciones pendientes de resolver contra la militarización, tampoco importa que se hayan detenido reformas constitucionales como la Ley Eléctrica o la Reforma Electoral constitucional. No importan los discursos en las tribunas legislativas, ni las manifestaciones, ni las afrentas. No importan los cuestionamientos, ni las solicitudes, ni las iniciativas. No es que las oposiciones se encuentren “reducidas a sus cáscaras”, sino que las cambiaron de licuadora y todo se diluye en el licuado populista.

No es esta una justificación para las oposiciones. Algo debemos hacer. Pero para esto debemos tener claridad sobre el fenómeno al que nos enfrentamos.

@MartinVivanco
Abogado y analista político

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