Muchos sentimos que este año se nos ha arrebatado, que se nos ha ido entre las manos como si fuera agua. No logramos entender qué pasa ni qué pasará. Empezamos con la ilusión de que la pandemia se domaría en unos meses, de que regresaríamos relativamente rápido a nuestra vida previa. Veíamos a la pandemia lejana, como una nebulosa abstracta que tardaría en concretarse en nuestras vidas. Nos equivocamos.
Innerarity maneja una hipótesis interesante: los seres humanos estamos acostumbrados a procesar los problemas de forma lineal. Estamos habituados a que una cosa pasa después de otra y todas se suman produciendo consecuencias previsibles. Pero la pandemia no obedece esta lógica, sino que sigue un camino no lineal o complejo. Bajo esta última, “una cosa no se añade simplemente a la otra, sino que se generan efectos de cascada de manera que pequeños cambios acaban convirtiéndose en transformaciones masivas”.(1)
Por eso erramos desde el principio. Nos equivocamos en internalizar el lenguaje de guerra, diseminado por muchos líderes mundiales. Recordemos que Trump, y otros, no dudaron en calificar al virus como un extraño enemigo. Con disciplina castrense se cerraron fronteras, nos recluimos en el interior de nuestros territorios e hicimos de nuestros hogares el espacio de la totalidad de nuestra vida. También, sin reflexionar mucho, nos adherimos al discurso de la responsabilidad individual –en México estuvo clarísimo-, y así nos apresuramos a calificar a quien osara salir de su casa como un arma mortal. Creímos que estas medidas eran temporales y que los protocolos tradicionales de gestión de crisis servirían. Sin embargo, el efecto cascada ya estaba ahí.
Debimos haber ponderado varios efectos de las primeras medidas. Cerrar fronteras no sirvió de nada: el virus no respeta una raya imaginaria creada entre dos territorios. Lo que sí sucedió es que los sentimientos xenófobos se tornaron más intensos y ese “llamado de la tribu” -del que habló Popper- azuzó la llama de un nacionalismo mal concebido.
Encerrarnos era necesario, sí, aún a costa de paralizar la economía, pero debimos haber actuado bajo un consenso económico internacional cuyo objetivo fuera salvar lo local. Las disparidades de los estímulos y apoyos económicos en distintas latitudes, han profundizado las desigualdades existentes. Hoy, mientras Europa aprueba una especie de Plan Marshall para salvar económicamente a la Unión Europea; América Latina se perfila hacia otra década perdida. Estamos en el tránsito de un proceso de globalización –defectuoso y perfectible- hacia un regionalismo que acentuará las desigualdades estructurales. Encerrarnos era necesario, sí, pero no apto para todos. Ahí donde hay hacinamiento y pobreza, el encierro disparó la pandemia y detonó otros males endémicos: desempleo, inseguridad alimentaria, violencia de género e intrafamiliar. Y mientras algunos han tomado esta cuarentena como una oportunidad para “reflexionar sobre sí mismos”; otros han caído en la miseria por decisiones equivocadas de sus gobiernos.
Algunos estados -como México- adoptaron el discurso de la responsabilidad individual como mantra. El individuo es el responsable de sus acciones y consecuencias; por tanto, el gobierno no debe caer en paternalismos no justificados ni dictar cómo debe conducirse alguien en su esfera privada. Es la receta neoliberal a la letra. El problema es que bajo ese dogma nunca se dictaron como medidas obligatorias cuestiones que hoy ya pasaron a ser parte del sentido común de la época. El uso del tapabocas es el arquetipo de esto. No defiendo medidas draconianas ni sanciones no proporcionales, pero algunas normas razonables se pudieron haber emitido con mayor contundencia y evitar miles de muertes y contagios. Pero acaso el saldo más nocivo del mantra individualista fue tapar las fallas estructurales de los sistemas de gobierno que tenemos. Nuestros sistemas de salud y de seguridad social, salvo contadas excepciones, son un desastre. Hay que aplaudir a los héroes que están salvando vidas, pero recordemos que ahí donde se necesitan héroes es porque fallan las instituciones.
La cascada continúa. Los efectos que tendrá este confinamiento en la salud mental de millares de personas, añadiendo la ola de duelos expeditos, fríos, y en solitario; serán inconmensurables. Y los niños y jóvenes que, en el mejor de los casos, pasarán a aprender en línea con sus respectivos efectos negativos –el proceso de aprendizaje colectivo es esencial-; en el peor caso podrían perder hasta dos años escolares, como en México.
Vuelvo a Innerarity. Quizá la única buena noticia es que esta pandemia “no es el fin del mundo, sino el fin de un mundo”. Atrás quedó el mundo de las certezas, de los seres invulnerables y de la autosuficiencia. Desde hace tiempo ese mundo dejó de existir, pero para los que todavía dudaban, les recomiendo ver bien a su alrededor. Ojalá que de una vez por todas entendamos que nuestra tabla de salvación pasa por el conocimiento compartido, la cooperación y la humildad ante un mundo que todavía desconocemos.
(1) Innerarity, Daniel, Pandemocracia, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020, p, 32
@MartínVivanco