La respuesta del Presidente de México ante la crisis económica ha sorprendido a propios y extraños. Resulta contra intuitivo que alguien considerado de izquierda y “estatista” no haya echado mano de todas las herramientas del Estado para enfrentar la crisis. Es la oportunidad perfecta para concentrar poder y someter -todavía más- al sector privado, “salvándolos”. Pero AMLO ha hecho totalmente lo contrario, dejando al sector privado a su suerte. Creo que su reacción ante el empresariado deviene de por lo menos tres elementos que confluyen en su ideario. Me explico.

En primer lugar, AMLO es hijo de su tiempo, de aquella UNAM de los sesentas y setentas donde casi la totalidad de los planes de estudio tenían un claro sesgo marxista, cuyo diagnóstico no por manido resulta incorrecto. Si en algo falló el marxismo original fue en las soluciones, pero no en la descripción de los males sociales. Quién va a negar que la acumulación ingente de capital resulta en una desigualdad indignante. Quién puede falsear la historia de explotación de la clase trabajadora y de muchas otras en nombre del capital. Estas ideas marcan la relación de AMLO con los empresarios. De ahí que les diga que deberían “moderar sus ganancias”. Su relación con quien vive para hacer dinero –por el dinero mismo- siempre va a ser de sospecha y desconfianza.

Otro elemento es que la herida del 2006 sigue abierta. Yo no creo haya habido fraude, pero él sí y su círculo más cercano también. Y, recordemos, el empresariado jugó un papel fundamental en la campaña del “peligro para México”. AMLO empezó el proceso electoral del 2006 con una ventaja impresionante y esa campaña –aunado a errores de su parte- convirtieron a aquellos meses en un verdadero calvario para él. Eso, por más cafés que se tomen juntos, no se le ha olvidado ni se le olvidará. Me lo imagino recibiendo en Palacio a uno que otro magnate, sorbiendo café, compartiendo anécdotas, mientras recuerda dónde estaban y qué hicieron cada uno de sus invitados en aquél año fatídico.

Lo último es que AMLO sabe algo obvio y muy poco estudiado en México: la relación insultante entre el dinero y la política. En Estados Unidos hay miles de páginas que explican cómo el dinero ha corrompido la política y debilitado al Estado. Desde la resolución de Bucley vs Valeo en 1976, hasta el famoso caso de Citizens United, en 2010, donde la Corte dispuso que las corporaciones pueden gastar ilimitadamente en campañas electorales; la política se ha inundado de dinero. No por nada Ronald Dworkin escribió que ésta última decisión era una amenaza a la democracia misma. Las razones son sencillas: el que no haya límites al financiamiento o al gasto privado para financiar campañas electorales, traslada las desigualdades económicas al ámbito de lo político. Quienes tienen más dinero tienen oportunidad de apoyar al candidato que, a su vez, apoye sus intereses particulares. Una vez que los candidatos resulten electos, su objetivo no será legislar para todos, sino, para algunos: sus financistas.

En México también se da esto, pero bajo el manto de la corrupción, porque el financiamiento privado permitido raquítico. No es casualidad que AMLO haya solicitado el pago de los famosos 50 mil millones de pesos que se le deben al fisco. La legislación fiscal, si a alguien favorece, es a las grandes empresas. Pueden diferir o evadir el pago de los impuestos mediante diversos mecanismos, incluyendo los esquemas de outsourcing que pulularon en el pasado. ¿Quiénes cabildearon estas ventajas? Pues sí, un grupo de empresarios.

Si uno junta estas piezas, no es difícil entender la postura de AMLO frente a la petición empresarial. Llevan años debilitando al Estado para avanzar sus intereses y hoy se quejan de que ese Estado no les tira un salvavidas. El Presidente obviamente ve esta contradicción. El problema es que sólo ve esa contradicción y no otra cosa. Estas tres ideas se han afianzado tanto en la concepción política del presidente que se han tornado ideológicas. Es decir, operan como una especie de microscopio que le impide ver las demás dimensiones de la realidad: que más del 80% del empleo del país depende de las PYMES; que los más afectados por esta crisis serán los trabajadores; y que si todo esto pasa, bajará la recaudación y el gobierno no podrá sostener sus programas sociales. En suma: el Presidente “estatista” podría acabar con el Estado.

En momentos de crisis es útil recordar la clasificación de Weber: un gobernante no debe actuar desde la ética de la convicción, sino desde la ética de la responsabilidad. Uno puede tener la convicción de que los empresarios son culpables de muchos de nuestros males, pero cuando se gobierna se debe ver más allá. Uno es responsable de todas las consecuencias de los actos de gobierno. Y México son muchos Méxicos que hoy están en riesgo esperando ver al Estado actuar.

@MartinVivanco

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