Veo con tristeza e indignación que el día de ayer asesinaron cobardemente a dos sacerdotes jesuitas: a los padres Joaquín Mora Salazar y Javier Campos Morales.
No necesito ver el mapa para saber que se hallaban en la sierra tarahumara y nadie dudará un instante para reconocer la vocación tan grande que los distinguía.
Matar se ha vuelto fácil para algunas personas en este país. En cambio se necesita mucho valor y muchísimo amor por los otros para trabajar de por vida con aquellos que carecen todos los días de lo esencial y que deben luchar a brazo partido para obtenerlo. No cualquiera puede tolerar el dolor al ver su dolor, la tristeza al oír las historias que cuentan, o al ver sus condiciones de vida, tan difíciles de superar y en las cuales, con frecuencia, se ve tan poca voluntad del resto de la sociedad para ayudarlos. Muchos no lo toleran y desvían la vista, cierran los oídos, se van a otra parte. El padre Joaquín Mora pidió explícitamente servir en ese tipo de comunidades en cada uno de los estados en los que vivió. Cuando pasó por Tamaulipas eligió a la colonia Pescadores para impartir misas y prestar servicio a los más menesterosos. De manera obligatoria nos llevó a uno por uno de sus alumnos a constatar las condiciones en que vivía la gente en una de las regiones más abandonadas del estado. Luego, nos pedía que donáramos ropa, libros, útiles escolares, comida, pero sobre todo tiempo para escucharlos y acompañarlos. Si alguno de nosotros bromeaba con el talante taciturno del padre, a partir de esas visitas Joaquín Mora se ganaba el respeto de por vida de cualquiera, como nos ocurrió a sus alumnos. Al ver su ejemplo, incluso las personas más ateas de Tamaulipas se referían a él como un santo.
Cuando llegaba a dar clases a nuestra secundaria ya venía de impartir misa en esa colonia y de ayudar en la medida de sus posibilidades a algún miembro de la comunidad. No creo que alguien en este planeta pueda decir que buscó lujo alguno. Nunca le conocimos más de un puñado de camisas, y quizá apenas dos pantalones, siempre desgastados, pues si alguna familia le obsequiaba algo de ropa, de inmediato la distribuía entre las personas de la colonia que adoptó. Si nos quejábamos del calor y del poco aire que repartían los ventiladores de la escuela, de inmediato nos hablaba de las condiciones en que vivían en la colonia Pescadores, y de las dificultades de los vecinos ya no para conseguir un aire acondicionado, sino agua potable.
Sin duda ha sido el más silencioso de todos los jesuitas que he tenido la fortuna de conocer. Había una manera de hacerlo sonreír de inmediato y era preguntarle por la sierra tarahumara, uno de los primeros lugares al que lo enviaron los jesuitas. Por más que amara Tamaulipas, siempre soñaba con regresar allá. Sus historias resaltaban lo apartada que se hallaba esa comunidad, cuán urgente era pedir medicinas para ella de manera rutinaria y, sobre todo, cierta manera de vivir lo sagrado, que sólo se aprecia en ese lugar.
Era amigo de la lectura, pero sobre todo de un solo libro, que lo acompañó siempre. Cada vez que llegaba el final de su clase sacaba su cuarteado ejemplar de “Mi pie izquierdo” y nos leía un capítulo de la célebre autobiografía de Christy Brown, el joven que logró sobreponerse a la parálisis cerebral para comunicarse con los suyos. El padre Mora adoraba este testimonio y nos lo leía en español mucho antes de que Daniel Day Lewis interpretara en la famosa película al joven discapacitado. Sé que más de treinta años después, sus alumnos recordamos la voz del padre Mora, leyendo morosamente cada una de las palabras que componen ese libro, como si fueran escalones que conducen a un sitio mejor.
Cobardes hay muchos, pero personas como los padres Joaquín Mora o Javier Campos no abundan en este país. Costará mucho encontrar a dos personas como ellos, dispuestos a dar su vida por un desconocido que llegó a pedir ayuda, perseguido por un sujeto armado. Desde finales del sexenio de Fox, pero en especial durante los sexenios de Calderón, de Peña Nieto y en lo que va del presente, este país se dedica a cruzarse de brazos ante las víctimas colaterales de los enfrentamientos entre la violencia delincuencial, a declarar que fue un asesinato entre grupos criminales y que basta con mirar a otro lado para evitar el horror, como si la violencia fuera a detenerse ahí. La vida de los sacerdotes Joaquín Mora y Javier Campos, con la elocuencia de su último sacrificio, nos demuestra que no es así, que necesitamos encarar la violencia por otras vías. Pésele a quien le pese, esto no debe ni puede seguir así. Necesitamos una escalera que lleve este país a otro sitio: uno donde se respete la vida. Ojalá que se haga justicia expedita contra los asesinos de los sacerdotes y las otras víctimas de este día violento. Ojalá que cambien las condiciones en que se vive y se muere en la sierra tarahumara y en todo el país. Y por último, pero no en importancia, ojalá que el ejemplo de Joaquín Mora y Javier Campos nos abra los ojos a la pobre realidad que vivimos y nos recuerde que esa no es la única opción.
Martín Solares es escritor.
Este texto se reproduce con autorización del autor
No necesito ver el mapa para saber que se hallaban en la sierra tarahumara y nadie dudará un instante para reconocer la vocación tan grande que los distinguía.
Matar se ha vuelto fácil para algunas personas en este país. En cambio se necesita mucho valor y muchísimo amor por los otros para trabajar de por vida con aquellos que carecen todos los días de lo esencial y que deben luchar a brazo partido para obtenerlo. No cualquiera puede tolerar el dolor al ver su dolor, la tristeza al oír las historias que cuentan, o al ver sus condiciones de vida, tan difíciles de superar y en las cuales, con frecuencia, se ve tan poca voluntad del resto de la sociedad para ayudarlos. Muchos no lo toleran y desvían la vista, cierran los oídos, se van a otra parte. El padre Joaquín Mora pidió explícitamente servir en ese tipo de comunidades en cada uno de los estados en los que vivió. Cuando pasó por Tamaulipas eligió a la colonia Pescadores para impartir misas y prestar servicio a los más menesterosos. De manera obligatoria nos llevó a uno por uno de sus alumnos a constatar las condiciones en que vivía la gente en una de las regiones más abandonadas del estado. Luego, nos pedía que donáramos ropa, libros, útiles escolares, comida, pero sobre todo tiempo para escucharlos y acompañarlos. Si alguno de nosotros bromeaba con el talante taciturno del padre, a partir de esas visitas Joaquín Mora se ganaba el respeto de por vida de cualquiera, como nos ocurrió a sus alumnos. Al ver su ejemplo, incluso las personas más ateas de Tamaulipas se referían a él como un santo.
Cuando llegaba a dar clases a nuestra secundaria ya venía de impartir misa en esa colonia y de ayudar en la medida de sus posibilidades a algún miembro de la comunidad. No creo que alguien en este planeta pueda decir que buscó lujo alguno. Nunca le conocimos más de un puñado de camisas, y quizá apenas dos pantalones, siempre desgastados, pues si alguna familia le obsequiaba algo de ropa, de inmediato la distribuía entre las personas de la colonia que adoptó. Si nos quejábamos del calor y del poco aire que repartían los ventiladores de la escuela, de inmediato nos hablaba de las condiciones en que vivían en la colonia Pescadores, y de las dificultades de los vecinos ya no para conseguir un aire acondicionado, sino agua potable.
Sin duda ha sido el más silencioso de todos los jesuitas que he tenido la fortuna de conocer. Había una manera de hacerlo sonreír de inmediato y era preguntarle por la sierra tarahumara, uno de los primeros lugares al que lo enviaron los jesuitas. Por más que amara Tamaulipas, siempre soñaba con regresar allá. Sus historias resaltaban lo apartada que se hallaba esa comunidad, cuán urgente era pedir medicinas para ella de manera rutinaria y, sobre todo, cierta manera de vivir lo sagrado, que sólo se aprecia en ese lugar.
Era amigo de la lectura, pero sobre todo de un solo libro, que lo acompañó siempre. Cada vez que llegaba el final de su clase sacaba su cuarteado ejemplar de “Mi pie izquierdo” y nos leía un capítulo de la célebre autobiografía de Christy Brown, el joven que logró sobreponerse a la parálisis cerebral para comunicarse con los suyos. El padre Mora adoraba este testimonio y nos lo leía en español mucho antes de que Daniel Day Lewis interpretara en la famosa película al joven discapacitado. Sé que más de treinta años después, sus alumnos recordamos la voz del padre Mora, leyendo morosamente cada una de las palabras que componen ese libro, como si fueran escalones que conducen a un sitio mejor.
Cobardes hay muchos, pero personas como los padres Joaquín Mora o Javier Campos no abundan en este país. Costará mucho encontrar a dos personas como ellos, dispuestos a dar su vida por un desconocido que llegó a pedir ayuda, perseguido por un sujeto armado. Desde finales del sexenio de Fox, pero en especial durante los sexenios de Calderón, de Peña Nieto y en lo que va del presente, este país se dedica a cruzarse de brazos ante las víctimas colaterales de los enfrentamientos entre la violencia delincuencial, a declarar que fue un asesinato entre grupos criminales y que basta con mirar a otro lado para evitar el horror, como si la violencia fuera a detenerse ahí. La vida de los sacerdotes Joaquín Mora y Javier Campos, con la elocuencia de su último sacrificio, nos demuestra que no es así, que necesitamos encarar la violencia por otras vías. Pésele a quien le pese, esto no debe ni puede seguir así. Necesitamos una escalera que lleve este país a otro sitio: uno donde se respete la vida. Ojalá que se haga justicia expedita contra los asesinos de los sacerdotes y las otras víctimas de este día violento. Ojalá que cambien las condiciones en que se vive y se muere en la sierra tarahumara y en todo el país. Y por último, pero no en importancia, ojalá que el ejemplo de Joaquín Mora y Javier Campos nos abra los ojos a la pobre realidad que vivimos y nos recuerde que esa no es la única opción.
Martín Solares es escritor.
Este texto se reproduce con autorización del autor