FOTOS: LUIS MONTEMAYOR
Como saben mis colegas, una buena novela debe ser como una ecuación que plantea varias incógnitas y despeja todos los misterios de un modo asombroso, hasta quedarse con un resultado implacable. Si el cuento es un jardín donde ocurre algo extraño, la novela es una mansión que guarda un secreto en cada recámara. No nos ofrece una sola emoción, sino muchas; no da respuestas sino preguntas y antes que sacar conclusiones prefiere contar historias e inventar personajes. En cuanto uno lee las primeras frases descubre que ha sido atrapado por algo similar a una corriente discreta al principio, irresistible después, que nos atrae cada vez con más fuerza hacia la frase final. No debe haber línea sin un dato, y no puede haber párrafos que no contribuyan a crear una imagen. El tiempo y las leyes de la física e incluso las nociones más elementales del sentido común funcionan allí de otra manera: uno puede resumir veinte años en una frase, saltar todos los momentos aburridos con un parpadeo o bien, hacer que un instante dure tanto como dure el relato; lejos de volverse sencilla y predecible, la ruta principal tiende a ramificarse, a volver sobre sí misma sin previo aviso, y con ello adquiere su propio equilibrio y geometría; en lugar de detenerse ante el peligro o los prejuicios morales, los personajes siguen avanzando hasta que viven una aventura a riesgo de sus vidas. Si uno escribe novelas pensando en que serían una buena película no está pensando como un novelista, y si un director pretende reproducir una novela tal cual, tampoco sabe mucho de cine. Una buena novela no sólo cuenta la transformación del protagonista, sino que de algún modo araña y transforma para siempre a quienes la han leído, empezando por el autor. Y ocurre un efecto impredecible, aún para los escritores: cada vez que uno termina una novela, ocurren cosas inesperadas.
Poco después de que se publicó Los minutos negros el director Mario Muñoz , que sin duda fue uno de los primeros en leerla tan pronto llegó a las librerías, me contactó para decirme que le había gustado y quería adaptarla al cine. Me invitó a ver su opera prima, Bajo la sal, aún en postproducción, y aunque la copia no tenía los efectos especiales ni el sonido definitivos, me fascinó por las mismas razones que han hecho de esa película un objeto de culto para amantes del género: partiendo de una historia singular, Mario Muñoz convierte el paisaje en un personaje poético y perturbador, por no mencionar que lleva a sus actores a un alto nivel de excelencia, a través de una historia que exhibe un conocimiento profundo de los retos y posibilidades del cine noir. Le dije que mi novela era suya si pensaba hacer lo mismo con ella.
El guión lo escribimos a cuatro manos durante cinco años. Lo intentamos todo. Trabajábamos por las tardes, noches y fines de semana, y robándole tiempo a nuestros otros trabajos; dejé de contar cuando llegamos a setenta versiones. Nos reuníamos en mi estudio por la noche, cuando yo terminaba de escribir mis novelas y de editar otras, y Mario venía de montar una obra de teatro, hacer un cortometraje o trabajar en Voces Imaginarias. Gracias a Ernesto Contreras, nos invitaron a revisarlo en el legendario taller de Sundance, donde contamos con los consejos de Laura Esquivel, Beatriz Novaro, Jeremy Pikser y Zachary Sklar. Laura Esquivel, que lo leyó, nos dio un consejo invaluable: “Recuerden que el arte siempre debe ofrecer al espectador una ventana”. Con esas palabras en mente, trabajamos durante otro año y medio en mejorar la ventana.
Para mí, trabajar en ese guión fue el equivalente a sumergirse en un laboratorio. Me empeciné en escribir el guión a cuatro manos con Mario porque quería aprender dónde se encuentra la frontera o el límite entre la literatura y el cine. Quería descubrir desde dentro los retos que implica volver a escribir en un segundo idioma artístico una historia que ya existía, o dicho en otras palabras: averiguar qué es aquello que sólo la literatura o el cine pueden contar, cada uno en su respectivo lenguaje.
Contra lo que esperan los fans más fieles de un libro, adaptar una novela al cine no equivale a traducir en imágenes cada hecho tal como ocurrió en la novela, respetando el mismo manejo del tiempo, minuto a minuto, y mucho menos a sustituir unas palabras por otras, como ocurriría en una traducción. Para mí es un trabajo que debe hacerse en cuatro etapas: 1.Conocer la obra a fondo, hasta en sus menores detalles, reflexionar en sus secretos y descubrir qué papel juega cada elemento. 2. Hacer una lista con los mejores instantes, diálogos y personajes de la historia: aquellos que nos gustaría ver en la versión cinematográfica. 3. Olvidarse de la forma de la narración inicial y descubrir cuál es la que más le conviene a una historia que pasará delante de nuestros ojos a su propia e irrepetible velocidad. 4. Estar dispuesto a reescribir lo que más nos guste siempre y cuando sea posible transformarlo en algo mejor: con eso en mente, recortar y ajustar hasta que el guión pueda ser financiado por un productor que comprenda la naturaleza y alcance del proyecto.
Aprendí muy pronto que una buena adaptación debe crear su propia manera de andar, su propia respiración, y que vale la pena arriesgarse a crear algo distinto al punto de partida, porque si el escritor hizo bien su trabajo, la novela ya existe y nada la va a alterar: son los cineastas quienes ahora tienen que aceptar el desafío y atrapar el aroma de la historia original.
Aprendí también que tanto el guión como la la novela tienen su propio lenguaje y su propia manera de describir. Mientras que el cine nos ofrece una imagen en detalle, la novela nos invita a crear nosotros mismos cada personaje, cada escenario; ambos siguen viviendo en la mente del lector en cuanto concluye la historia. Un buen guión es la receta que describe con claridad todos los ingredientes necesarios para que ocurra la magia al menos tres veces: cuando se reúnen los actores, cuando se edita lo filmado y cuando el espectador ve la película que resulta, mientras que una buena novela es una especie de hechizo que provoca muchos tipos de magia mientras la leemos.
Pero en lo que se refiere al cine, siempre hay otro escritor muy importante, que es el Azar. Cuando pensábamos que el guión había superado todas las dificultades, Mario rompió con uno de los productores por diferencias artísticas. El dinero se redujo a la mitad y Mario me llamó para preguntar cómo podríamos quitarle media hora al guión tan trabajado, porque no había presupuesto para producirlo en su totalidad. Porque yo vivía cambios familiares y laborales, entonces no pude involucrarme de lleno en esa última etapa, así que me limité a sugerir: “Quedémonos con la historia esencial, la que ocurre en los años setenta”. Mario llegó a la misma conclusión y escribió un final distinto al de la novela, pero coherente con el perfil de los personajes y la historia: estoy seguro que agradará a los lectores de mi libro.
Más tarde, cuando me invitaron a ver una de las primeras copias, aun sin los efectos especiales ni el sonido definitivo (lo cual ya se está volviendo una tradición), el resultado me pareció fascinante. Todos los actores deslumbran: Sofía Espinosa funciona como un huracán dentro de esta historia, pero el trabajo que hicieron Leonardo Ortizgris, Krystian Ferrer, Carlos Aragón y Enrique Arreola para dar vida a Rangel, el Macetón, el Travolta y Romero dejará boquiabierto a cualquiera, e incluso los actores que sólo aparecen en unas cuantas escenas decisivas nos hacen sentir que el mundo gira en torno a ellos cada vez que los vemos: la gran Tiaré Scanda, los impresionantes Waldo Facco y Mauricio Isaac.
La recreación de los años setenta en el Golfo de México es espectacular: con su precisión a toda prueba, el vestuario, los vehículos y el mobiliario reviven uno de los momentos más oscuros en la historia de nuestro país. Si el cine es un sueño al que asistimos con los ojos abiertos, Mario Muñoz consiguió una historia deslumbrante, llena de color y magia, que nos lleva a un universo paralelo desde el primer minuto. Se pregunta cómo es la justicia en los confines del mundo civilizado, qué debe hacer un policía que vive en la selva y está obligado a investigar a un depredador que ataca a las personas más indefensas de su ciudad; y por supuesto, qué tan fiable es la justicia en nuestro país. El resultado es exquisito. Si quieren recordar lo que es el gran arte, vayan a ver esta película, que se parece a un sueño impredecible, por momentos divertido pero siempre perturbador, como lo es la pregunta por la justicia actual.
Escribir este guión a cuatro manos me permitió llegar a otra conclusión: el límite entre la literatura y el cine está tan lejos o tan cerca como uno lo desee. En otras palabras, cada cineasta debe decidir cómo se comportará frente al arte. Hay quien lo deja fuera de la ecuación y hay quien lo pone en el centro en cada momento para que lo inunde todo, de modo que sea como esas olas que llegan a la costa y reviven a la arena. Espero que los lectores de Los minutos negros y los espectadores de Bajo la sal disfruten de esta película tanto como quienes trabajamos en ella con todo el corazón.