En plena efervescencia electoral del 2018, Hernán Gómez Bruera escribió un artículo en el que desnudó la debilidad política de una numerosa comentocracia. El texto tuvo un gran éxito porque evidenció un notable desequilibrio antidemocrático, así como una influencia dramáticamente disminuida.

Hernán Gómez comparó la abrumadora presencia de una comentocracia neoliberal en los medios de comunicación con la minoritaria aceptación de sus postulados en el electorado que acudiría a las urnas el 1 de julio de 2018.

Esa comentocracia llenaba casi el 100% de los espacios de opinión en la televisión, la radio, las revistas y los periódicos para hacer militancia a favor del dogma neoliberal, cuando la mitad de la ciudadanía ya profesaba otras ideas.

En otras palabras, aunque la mayoría de la sociedad mexicana no coincidía con el credo neoliberal, sus ideas alternativas no tenían espacio en los medios. Y aunque los neoliberales tenían casi el 100% de los espacios de información, comunicación y opinión, no conseguían influir decisivamente en la sociedad mexicana para detener el cambio que se avecinaba.

Tiempo después, ya con el cambio de gobierno, se confirmó que una parte de esa comentocracia, representaba un costo oneroso para el Estado. Operaba, con ayuda de recursos públicos, para hablar bien del proyecto neoliberal impulsado de manera transexenal tanto por el PRI como por el PAN.

Pero ahora quiero referirme a otro rasgo de esa comentocracia: la baja calidad intelectual de sus elaboraciones.

En una especie de operación público-privada se construyó pacientemente una red de opinadores. Desde el gobierno y grandes compañías los cultivaron y promovieron. Nos dijeron que eran muy buenos, inteligentes y preparados. Con su “sabiduría” y “alto nivel” defendieron la "inevitabilidad" del giro neoliberal. Cargaron el ambiente con miles de argumentos a favor de su concepción económica y política. Muchos se apantallaron y creyeron que en efecto todos esos eran unos santones, vacas sagradas, con amplio conocimiento e inteligencia.

Pero no era así. Detrás de muchas de esas plumas no había consistencia ni solidez en la formación intelectual, sino lugares comunes y propaganda.

Un ejemplo elocuente apareció hace algunos días, a propósito de un aniversario más del natalicio de Karl Marx.

Para buscar vulnerar de manera sencilla a uno de los más grandes científicos sociales de la modernidad, con el objeto de criminalizar el pensamiento crítico, a uno de los opinadores de la vieja comentocracia neoliberal se le ocurrió la puntada de culpar a Marx de la muerte de 100 millones de personas bajo el régimen estalinista.

Con esa lógica fantasiosa, una barbaridad podría ser continuada por otras. Maquiavelo sería el responsable de la muerte provocada por rebeliones, guerras y represiones de príncipes que lo leyeron a lo largo de 500 años.

A Galileo se le imputarían las muertes que se originaron por las guerras de conquista alrededor del planeta.

Y las muertes de millones de seres humanos durante la era capitalista desarrollada, ¿a quién se le atribuirían? ¿A Adam Smith? ¿A Locke, Kant, Hegel, Humboldt?

Los millones de muertos de la 1era y 2a Guerra Mundiales ¿a qué pensador se le adjudican?

Y las masivas muertes de las guerras que dirigió Napoleón por el mundo ¿a la cuenta de quien se van a sumar? ¿A Rousseau, Voltaire, Montesquieu?

¿Y el millón de muertos de la Revolución Mexicana? ¿Qué pensador universal es el culpable?

Todo esto no serían más que absurdas barbaridades.

Evidentemente, el pensamiento universal debe construirse a partir de muy diversos afluentes. Pero es cierto que Marx sigue siendo un gigante del pensamiento científico, y su estatura intelectual contrasta con la mediocridad de la comentocracia neoliberal, alimentada con mucho dinero y muy pocas ideas.

Bien decía Octavio Paz que la derecha no tiene ideas, sino intereses. Sería bueno que la comentocracia hiciera un esfuerzo por meterle más inteligencia a su desesperada batalla por detener la decadencia del pensamiento neoliberal.



Senador de la República

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