En este mundo nada es eterno y el poder no es la excepción. Que se lo pregunten a los poderosos de la historia: Alejandro Magno, Napoleón I, Nicolás II, Hitler, Sadam Hussein, todopoderosos que se volvieron impotentes. Ante la volatilidad del poder se han diseñado diversas fórmulas: entre las monarquías, la sucesión hereditaria; en las repúblicas, las reglas para la suplencia presidencial; en las dictaduras, los testamentos políticos. En Estados Unidos uno de tales procederes es la vicepresidencia. Al escribirse su constitución, se estableció que el resultado de las elecciones determinaría al presidente, pero también al perdedor que ocuparía la vicepresidencia. El presidente tendría entonces que gobernar con su rival. El vicepresidente por su parte, no tendría nada que hacer salvo esperar o conspirar para la caída del presidente.

El legislador americano se dio cuenta de esta tontería y promovió en 1804, la Décima Segunda Enmienda. Se mantuvo la institución vicepresidencial, solo que en la boleta electoral aparecería el nombre del presidente y del vicepresidente del mismo partido.

En 1824, cuando se produjo la Constitución mexicana las comunicaciones eran precarias: sin internet, ni telefonía, ni siquiera telégrafo. Los constituyentes no se percataron de la Enmienda y copiaron el error. Así, el presidente mexicano tendría como vicepresidente a su contendiente electoral, no solamente su adversario, sino su enemigo político. Imaginemos si este sistema hubiera prevalecido que hubieran hecho Calderón y Peña Nieto con AMLO como vicepresidente.

En Estados Unidos, aun el sistema vicepresidencial enmendado es perverso, si bien ha resuelto casos de extrema necesidad. Se elige un funcionario cuya misión central es suplir al presidente.

Lyndon B. Johnson que accedió a la presidencia por el asesinato de Kennedy declaró sobre la vicepresidencia que “odiaba cada momento del cargo”. Truman que llegó a la Casa Blanca por la muerte de Roosevelt declaró que “el cargo era tan útil como la quinta teta de una vaca”.

La constitución le asignó al vicepresidente la tarea de presidir Senado, solamente que la separación de poderes le impide votar en ese órgano. Como se dice en México, está de florero. Cada cuatro años el Senado se convierte en Colegio Electoral, califica la elección presidencial y declara al ganador (lo que en México hace el TEPJF). En el anecdotario: cuando Nixon perdió la elección presidencial ante Kennedy, le correspondió como vicepresidente tragarse un sapo a los que están acostumbrados los encumbrados políticos: tuvo que hacer personalmente la declaratoria oficial de su propia derrota electoral.

A pesar de la ominosa historia, la semana próxima Biden elegirá a su candidata a la vicepresidencia (todo indica que será una mujer) para que juntos enfrenten a Trump. Hace algunos meses escribí que si los demócratas lograban convencer a Michel Obama de acompañar al candidato en la fórmula, sería altamente probable que lo derrotaran. Entonces las encuestas ubicaban a Trump por arriba. Ahora que las cosas han cambiado, si las preferencias en las encuestas se mantienen, ya no sería necesaria la presencia de la otrora primera dama, aun cuando sigue siendo una inmejorable opción.

Es probable que la selección de la candidata a la vicepresidencia no sea determinante para el resultado, pero su importancia a largo plazo es enorme, pues podría convertirse en la primera presidenta de Estados Unidos.

Biden tiene 77 años, él mismo se considera un dinosaurio, si bien pretende crear un puente de generaciones. Es previsible que de ganar no intente reelegirse en cuatro años cuando haya entrado a la octava década de la vida. Como le gustaba decir al Dr. Guillermo Soberón: es horrible (¿triste?) llegar a viejo, aunque es peor es no llegar. Todo esto hace crucial, la selección de la candidata la próxima semana.

Si bien la vicepresidenta no tiene mucho que hacer, la espera podría redituarle el cargo político más relevante del mundo. Así es la vida y así resulta ser el poder: volátil como la vida misma.

Profesor de la UNAM

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