La muerte de Ruth Bader Ginsburg ha cimbrado a Estados Unidos. La partida de la mujer más influyente generará una crisis política a siete semanas de las elecciones presidenciales. Se fue en un momento particularmente complicado debido a la crispación social que vive el país debido a tantos factores adversos.
La campeona del feminismo americano, cuando todavía no había movimientos feministas, advirtió el peligro de que Trump llegara a la presidencia.
A pesar de ser la jueza asociada (Ministra) de la Suprema Corte y saber que los jueces no aventuran juicios políticos, señaló antes de aquellas elecciones: “No puedo imaginar qué sería de este lugar —no puedo imaginar qué país sería este— de tener a Donald Trump como nuestro presidente. Tiene el cerebro cerrado”. En plena campaña la declaración causó enorme revuelo. Trump, hipersensible como siempre, particularmente si una mujer se atreve a cuestionarlo, declaró que Ginsburg estaba senil y que debería renunciar.
El incidente fue más que un chisme. El liberal New York Times, tal vez por única ocasión se puso del lado de Trump. Era evidente la implicación política de una integrante del Poder Judicial y la afectación al principio de separación de poderes.
El argumento del periódico fue definitivo y propició la disculpa de Ginsburg en un episodio, me imagino para ella, bochornoso. Violó un principio como el que los jueces no se meten en política.
Su intervención puso en peligro, según el influyente periódico, normas democráticas. Se nulificaba la posibilidad de que pudiera intervenir en un eventual conflicto judicial entre Trump y Hillary. No hay que olvidar que años antes de que la juez Sandra Day O’Connor, con su voto, le dio la presidencia a George Bush.
Ginsburg reaccionó ante la crítica del periódico, se retractó de sus declaraciones y aceptó: “Los jueces deben evitar comentar sobre un candidato a ocupar una oficina pública. En el futuro seré más circunspecta”. El futuro la alcanzó y no fue circunspecta. Hace unos días antes de su muerte escribió, a través de su nieta, su testamento político: “Mi más ferviente deseo es que sea remplazada hasta que el nuevo presidente tome posesión”. Sabía bien las consecuencias políticas que su muerte traería consigo, no solamente a la Corte, sino al país entero. Ella representaba el núcleo del bloque liberal. De nominar Trump a su sustituto, los conservadores se harían de la mayoría, con lo que podrían modificar la agenda. Por mencionar algunos asuntos: aborto, cambio climático, matrimonios igualitarios, sistema de salud (Obamacare), migración.
Antes de la muerte de la pequeñita gran jueza asociada, los bloques conservador y liberal estaban empatados con cuatro integrantes. El Chief Justice (presidente) Roberts, de tendencia conservadora, ha sido ocasionalmente el fiel de la balanza para equilibrar las tendencias radicales, pero es conservador. Sin Ginsburg, los conservadores dominan la Corte (5-3) y en buena medida la agenda política de Estados Unidos. De ese tamaño es el vacío que deja. Es previsible que Trump logre que el Senado, de mayoría republicana, nombre a su sustituto. Los cartones se pondrían 6-3. Una interesante batalla se aproxima en un clima enrarecido por las inminentes elecciones y la tensión política.
Queda un legado admirable. Sus libros, su actividad docente, sus conferencias, sus históricas resoluciones jurisprudenciales durante 27 años. Su vida, plasmada en una extraordinaria película: Una Cuestión de Género (On the Basis of sex, 2018), plantea el camino recorrido por Ginsburg en defensa de una agenda de avanzada ideológica y política. Además de este legado, a sus 80 años, se convirtió en un ícono de la judicatura, del feminismo y de la cultura pop. Efectivamente como sentenció hace siglos Cicerón, otro admirable juez: “La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos”.