Mi admiración a Alberto Pérez Dayán
La iniciativa presidencial de reforma judicial contiene más estrategia electoral que formalidad institucional. Pretende romper el pacto constitucional, eje de la vida política, social y económica de México. En lugar de atender los ingentes problemas de seguridad, corrupción del gobierno, embate a las instituciones y proyectos fallidos, la agenda presidencial se ocupa de propuestas inviables, descabelladas, no solo por populistas, sino por su torpeza conceptual. La reforma judicial, entre ellas, es un distractor de la atención social, un combustible para ahondar la ruptura política de la sociedad. Más grave todavía que sea el odio el conductor de las propuestas.
El Presidente cree que si avanza su reforma judicial, pasará a la historia como el salvador de la patria, realizará el sueño guajiro de ser como don Benito Juárez, como el general Cárdenas. La iniciativa no tiene viabilidad política pues no existe mayoría calificada. El bombo del anuncio podría dar idea de que se trata del testamento político presidencial, pero ni siquiera llega a pliego de mortaja.
La reforma judicial pretende cesar a once ministras y ministros que integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación; intenta igualmente cesar a cientos de magistrados de circuito y jueces de distrito, desconociendo las características que un juzgador federal debe reunir para atender asuntos en los que está en juego la vida democrática de la república. El caos judicial sería de pronóstico reservado, como dicen los comentaristas deportivos.
No se trata de cancelar cargos municipales, ni siquiera legislativos, por más respetables que éstos sean; se trata de suprimir un poder del Estado, poder autónomo, cuya función escencial es garantizar que sean las normas contenidas en un texto constitucional — expresión de la escencia política de una nación — las que permitan la vida en comunidad.
Pero más allá del intento de la aberrante propuesta de elección popular y directa de los integrantes del Poder Judicial de la Federación, el odio presidencial a los jueces que han mostrado el valor de las decisiones independientes y la autonomía de los órganos jurisdicionales, es el sello que enmarca la pretendida reforma judicial.
Se prevé que las percepciones de los funcionarios judiciales no podrán ser mayores a las establecida para el Presidente de la República. Además de echarlos a la calle, se cancelarían los haberes de retiro que les confirió la Constitución, lo que tiene una gran miga populista. Se les olvido por cierto, cancelar los haberes que tiene un número significativo de ministros en retiro que antes de AMLO ocuparon el cargo y que gozan de ese privilegio.
La iniciativa tiene sustento entre algunas fuentes de dudoso rigor conceptual: Se invoca inexplicablemente la organización judicial prevista en las Leyes Constitucionales de 1836, las que instauraron el Supremo Poder Conservador que tanto enardece al presidente. Otra fuente de inspiración es la solución de Bolivia para la elección de los funcionarios que integran la Corte Suprema del país andino. Siempre son útiles los ejercicios comparativos, pero desconcierta tener al constitucionalismo boliviano como estrella polar a seguir.
La mejor solución para designar a los integrantes de las cortes supremas es muy simple: el Ejecutivo propone (sin necesidad de terna), y el Senado designa. La elección directa de las ministras y ministros podrá resultar popular electoralmente, pero es populismo, revancha política y tontería jurídica. Episodio lamentable del acontecer nacional.