El PRI ocupó el espacio político del siglo XX mexicano. Nada de lo que ocurrió después de su fundación le resultó ajeno. Fue no solo el partido del gobierno sino el gobierno de México. Un fenómeno muy mexicano, si bien hay notas del tricolor que también fueron de otros partidos, aunque las diferencias ilustran el consistente diseño mexicano.
Me refiero a los partidos únicos con estas características: estructurados verticalmente cuya cúspide la ocupaba el caudillo, cuyos designios eran indiscutibles; integrados por masas electorales; con una plataforma ideológica sustentada en un acendrado nacionalismo; en la veneración de santos laicos, basados en una interpretación histórica que no admitía controversias; con el apoyo de masas organizadas, disciplinadas a los designios oficiales.
Estas notas las compartió el PRI con partidos de pésima reputación histórica: el Partido Comunista de la Unión Soviética, el Nacional Socialista de Alemania, la Falange española de Francisco Franco. La diferencia es que el PRI no fue un partido del genocidio o de la eliminación del contrario. El PRI tuvo un sustento popular real, una plataforma moderna sustentada en derechos humanos, en una democracia sui generis, un partido que busco la unidad y la conciliación nacional.
El PRI tuvo el acierto de organizar y sumar a trabajadores y campesinos, al contrario de los partidos elitistas, burgueses o conservadores. Con el tiempo se convirtió en lo que la doctrina política conoce como partido “atrapatodo”. Los intelectuales mexicanos, tradicionalmente opositores, se sumaban entusiastas a las campañas políticas que tenían de campaña solo el nombre, en tanto no hubo lucha electoral. Las reuniones del IEPES durante los procesos electorales, para analizar las cuestiones nacionales, recibieron las propuestas de la nomenklatura cultural de México. No puede olvidarse sin embargo que también cometió graves errores.
El PRI fue tan relevante que Morena tiene su antecedente inmediato en el PRD, una escisión de demócratas priistas (Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo). El PAN, de haber sido una oposición leal y en momentos hasta una comparsa discreta, no tuvo la capacidad de consolidar sus éxitos. Gobernó dos sexenios interrumpidos por el penúltimo estertor del PRI que no pudo mantener el paso triunfador.
José Francisco Ruiz Massieu que como Edmundo O’Gorman pensaba en aforismo, se refirió al PRI señalando “Cambiamos o nos cambian”. El PRI no supo cambiar y el electorado lo cambió. Con todo y el desaire ciudadano que dejó de confiar en los priistas, el tambaleante PRI, disponía de saldos arraigados en la tradición. No es tan fácil olvidar casi un centenario de acción política. Por ello, la planeada alianza PRI-PAN-PRD para enfrentar a la aplanadora Morena en 2024, parecía una válida opción política y democrática, probablemente la única vía opositora.
Pero apareció la traición. Tan grave que está proscrita entre los mismos criminales. Así dice Camelia la Texana (Los Tigres del Norte en el Zócalo): “La traición y el contrabando son cosas incompatibles”). Nada más contrario a la política que la traición, más grave cuando la cometida por el presidente del PRI (Alito, of all names) fue para salvarse del linchamiento que lo amenazaba con cárcel. La persecución en su contra mostró la verdadera cara de víctima y verdugos, pero el acoso quedó atrás ante la moneda de cambio. Igual que Judas, el gran traidor de la historia universal, entre nosotros existe ya el Iscariote mexicano, de nombre y lealtad diminutos.
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