Ningún presidente había dejado el poder con la aceptación popular de AMLO, ninguno tampoco había dejado el poder con tal polarización. Impensable que desde Díaz Ordaz alguno de los presidentes hubiera acudido al Zócalo para rendir su último informe de gobierno. De hecho, se canceló la práctica de los presidentes de acudir al Congreso a presentar el informe anual de gobierno, para evitarles malos ratos. Esta ocasión, en un alarde de legitimación, en el sitio público por excelencia de México, el más democrático, como la Plaza de la Constitución, AMLO presentó su último informe: cuentas alegres, cero autocríticas de lo pendiente, chistes maléficos, pero bajo el arropo popular.

La paradoja que se vive es que al mismo tiempo del informe presidencial final, autotriunfal y masivo en la Plaza de la Constitución a unas cuantas cuadras, otros miles de mexicanos, jóvenes, en su mayoría estudiantes de derecho, y también políticos colados (Xóchitl), marchaban en defensa del Poder Judicial de la Federación y al hacerlo en defensa de la Constitución y el Estado de derecho seriamente comprometidos. Mientras jóvenes aspirantes a juristas dejaban constancia —fundada y motivada— de su oposición a la reforma judicial, el presidente preguntaba a la masa informe si la elección popular resultaba el mejor método para integrar la judicatura. La polarización y paradoja no pueden ser más contundentes.

Es temprano para hacer una valoración final, imparcial, de la gestión presidencial. El dato duro más reciente es la encuesta de EL UNIVERSAL (Buendía & Márquez) que le otorgó a AMLO 73% aprobación. Mientras los presidentes desde Díaz Ordaz habían dejado el poder presidencial con un dejo de temor, con la cola entre las patas, expresión equivalente a la vergüenza o el arrepentimiento, AMLO se va feliz, feliz, en una actitud desafiante con lo que renovará la provocación a sus detractores.

AMLO inició y terminó con dos decisiones emblemáticas que serán la lápida histórica que habrá de llevar a cuestas. La cancelación del aeropuerto de Texcoco con lo que dio a conocer cuál sería su estilo de mandar, no tanto de gobernar, pues el gobierno es una tarea de mayor calado moral. Aparentemente esta decisión de gran volumen palidece ante la última contenida en su paquete de reformas constitucionales, de manera específica la reforma judicial que llevará a elegir popular y directamente a los jueces de distrito, magistrados de circuito y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La suerte está echada, nada impedirá que los deseos presidenciales se cumplan. Ni siquiera la expresión, la alarma, evidentemente unánime de quienes, por razón de estudios, profesión, experiencia conocimientos, lecturas, sabemos el riesgo que corre la república con la tontería que se va a cometer. El sector jurídico del país así lo ha expresado sin que hubiera la mínima atención o consideración.

Lo anterior no es defensa del sistema vigente que conocí desde adentro y supe de sus virtudes y muchas deficiencias cuando me desempeñé como consejero fundador del Consejo de la Judicatura Federal, próximo a extinguirse. El sistema vigente no debe ser tan bueno como plantean quienes piden que no se toque. No debe ser tan bueno si es que permitió, por ejemplo, que bajo sus reglas se hubiera elegido a la ministra Batres.

Se perdió eso sí la oportunidad de haber emprendido una gran reforma de la justicia que tanto se requiere.

Exconsejero fundador del Consejo de la Judicatura Federal, en próxima extinción (el Consejo, aclaro)