Si George Orwell hubiera imaginado una elección presidencial en Estados Unidos entre dos candidatos octogenarios, además, en su imaginario los dos habían sido presidentes; ninguno de ellos se había distinguido por sus cualidades: uno declarado culpable en un juicio por haber sobornado a una estrella del porno, el otro, con antecedentes de plagiario de documentos, con un hijo declarado culpable por mentir que no era un adicto a las drogas y al alcohol (cuando sí lo era), además de usar el nombre de su padre para hacer negocios con un país comunista como China y con otro país (Ucrania) en guerra con Rusia; si eso hubiera escrito el autor de 1984, nadie le hubiera dado crédito, pero Orwell se hubiera quedado corto.
El Partido Demócrata de Estados Unidos se ostenta tradicionalmente como el defensor de los valores del sistema político estadounidense. Con esta credencial ha acusado a Trump de ser mentiroso, manipulador, tramposo, inmoral y consecuentemente despreciable. No obstante, en el afán de ocultar la evidente incapacidad de Biden para gobernar otros cuatro años, ha encubierto el evidente deterioro físico y mental del presidente Biden. Todo lo que le han imputado a Trump podría aplicarse al presunto candidato demócrata.
Antes del debate llamaba la atención que Biden llevaba una agenda muy cuidada. Prácticamente no concedía entrevistas a la prensa, ni a los medios; sus intervenciones requerían casi siempre la ayuda del teleprometer. A pesar de los cuidados empezaron a aparecer signos de deterioro. Alguna ocasión al referir como iban las cosas en Gaza confundió al presidente de Egipto Abdel Fattah al-Sis con AMLO, sin que exista conexión explicable. Se le olvidó por ejemplo el nombre de Alejandro N. Mayorkas, su secretario de seguridad y luego confundió a Italia con Francia que si bien los dos países están en Europa, aunque compartan una frontera de más de 500 kilómetros, son distintos, hablan idiomas diferentes, como todo mundo lo sabe.
Biden llegó a tal deterioro que no puede terminar una frase (difícilmente la inicia sin el teleprompter). Es de suponer que que al subir unas escaleras, si se detuviera a la mitad, podría pasar un rato de incertidumbre cruel para saber si su destino era subir o bajar los escalones que le faltan.
La confusión de Biden en el debate fue de otra dimensión. Prendió focos rojos que no se apagan todavía. Se escuchan muchas voces que de manera comedida le piden al presidente que se retire. El New York Times, periódico que no oculta su preferencia demócrata y su oposición (pique sería más preciso) a Trump, ha insistido en el retiro con gloria del presidente antes de que sobrevenga la infame debacle.
Los proveedores de fondos para las campañas, en EU son tan importantes como para decidir el resultado de los comicios, han empezado a guardar sus chequeras en espera de una graciosa huída del presidente/candidato. Una de las donantes, Abigail Disney, heredera de Walt Disney, de plano declaró que el Partido Demócrata “no recibiría otro décimo (dime) de mi parte hasta que no tome una cucharada de su propia medicina y reemplace a Biden en la boleta presidencial”.
El movimiento creciente para impulsar la salida de Biden enfrenta la oposición del ala dura de la Casa Blanca, encabezada por la profesora Jill Biden, la esposa del presidente, que de discreta primera dama se convirtió en la primera y más decidida defensora del balbuceante presidente, cuyo peor enemigo es el paso del tiempo que ni siquiera su enjundiosa esposa puede detener. Todo indica que vendrán otro cuatro años de Trump que tampoco es un dechado de lucidez y juventud.