Es difícil creer en el triunfo de Nicolás Maduro Moros, tal y como lo mencionó el presidente del Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela, el pasado 28 de julio, con un conveniente 51% de los votos, y con el 80% de los votos contabilizados, que daría legitimidad al régimen, en caso de que fuera cierto. No obstante, es más difícil creer en el triunfo de la oposición, en la figura del exembajador Edmundo González Urrutia, con el 75% de los votos, según el 90% de las actas en posesión suya, cuando ninguna de las dos partes ha mostrado pruebas fehacientes de la victoria hasta ahora.

Entonces, estamos en un callejón sin salida.

Aun si ambas partes probaran su teoría, es decir, si el CNE publicara las actas que respalden ese resultado o bien, la oposición comprobara que las actas en su poder son auténticas, la conclusión sería la misma: ninguno aceptaría su derrota, con la única diferencia de que Maduro mantiene el poder y al ejército de su lado. En ese escenario, la fuerza es lo único que prevalecería.

¿Se atreverá Maduro a enfrentar a las fuerzas de la oposición? Claro que sí, como ya lo estamos viendo, con más de 20 muertos y 2 mil detenidos. ¿Se atreverá Estados Unidos a usar la fuerza? Creo que también, pues su estrategia política es muy burda. Entonces seguimos en el mismo callejón sin salida, ahora enfrentados a muerte, mientras la población queda en medio, donde su única posibilidad sería escapar por las azoteas de esa realidad, como ya lo han hecho cerca de 8 millones de ciudadanos.

En mi opinión, la versión de la oposición se vuelve sospechosa y peligrosa, cuando detrás de ella se encuentran de nuevo los Estados Unidos y todos los países que permanentemente han abogado por la salida de Maduro, sin importar las formas, entre ellos, Argentina, Chile, Costa Rica, Perú, República Dominicana y Uruguay, así como la propia OEA o, mejor dicho, su innombrable secretario general, quien se ha prestado una y otra vez, a un sinfín de tretas contra Venezuela.

Baste mencionar la última de ellas: el reconocimiento a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional (AN), como presidente “encargado” de Venezuela, allá por enero de 2019, luego de que ese órgano legislativo -en manos de la oposición- decretará, de acuerdo con los artículos 233, 333 y 350 de la constitución, la ausencia del presidente Maduro del cargo, al no reconocerle su triunfo electoral en 2018. En consecuencia, Guaidó fue juramentado, con la idea de llamar a nuevas elecciones, cosa que nunca sucedió, hasta que su “mandato” temporal se extinguió en las sombras.

Un efecto indirecto que todavía vi y viví en la OEA fue la salida de la delegación oficial de Venezuela del organismo en 2019, y la posterior llegada de una delegación espuria a favor de Guaidó, respaldada por el secretario general y los países miembros del entonces llamado Grupo de Lima -con la excepción de México, que nunca la reconoció-.

La reciente reunión del consejo permanente de la OEA, el pasado 31 de julio, denota claramente que la división de la membresía por el tema de Venezuela prevalece, donde ni siquiera pudo aprobarse un proyecto light de resolución. Los17 votos a favor expresan la visión de una América intolerante que ha perdido la capacidad de diálogo; los 11 votos en contra, quiero decir, de abstención, confirman la otra parte de América que quiere, pero no sabe cómo dialogar. Finalmente, entre los 5 países ausentes, destaca México, con una amplia experiencia en el dialogo y la concertación política que, por razones propias de su reciente historia, se ha olvidado de esa responsabilidad.

Entonces, nadie dialoga en el continente, por eso hemos llegado a ese y otros callejones sin salida.

Y aquí, quisiera subrayar el papel protagónico que ha perdido México desde el final del siglo XX, primero, a manos de los tecnócratas, quienes creían que mientras los principios de política exterior no produjeran ganancias, no eran necesarios. Luego, los gobiernos prianistas trataron de desaparecer dichos principios, por obsoletos. Y aunque han sido reivindicados por el actual gobierno de AMLO, dichos principios no han sido practicados, especialmente el de la resolución pacífica de las controversias, donde México solía ser el mejor.

Nunca es tarde para dialogar y hoy las circunstancias ponen a México, junto a Colombia y Brasil, en una posición diferente a las ya mostradas, donde se llama a transparentar el proceso electoral, a no reconocer a ninguna de las partes, hasta no mostrar las pruebas necesarias, y a la mesura ante la posibilidad real de mayor violencia política, donde sólo prevalecería el más fuerte. La actuación coordinada de esta triada y el diálogo como mejor argumento, pudieran ser la única salida pacífica a ese callejón. La otra es la violencia.

En el caso de México, el nuevo gobierno de Claudia podría empezar desde ahora a cambiar esa tendencia y privilegiar de nuevo el dialogo como única forma para resolver las controversias y los conflictos regionales sin entrar en contradicción con el principio de la no intervención, pues se haría con la autorización de ambas partes del conflicto, incapaces, como se ha visto, de ponerse de acuerdo entre ellas mismas.

El liderazgo de México debe resurgir en la región y cobrar todas las cuentas pendientes que ha dejado su buena actuación y apoyo a lo largo de décadas pasadas, tanto a países, como a organismos internacionales como la OEA. Esto es, debemos pasar del liderazgo altruista, ese que no pide nada a cambio, por el liderazgo democrático, que exige mayor democracia y apertura.

El diálogo debe ser la única forma para salir del callejón y retomar la avenida de la democracia.

Politólogo y exdiplomático

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